Hace mucho
tiempo, alguien me dijo que encender y apagar luces era muy divertido. Yo le
pregunté, por qué y me respondió no sé.
En general,
los no sé me enojan. A mí me gusta saber cosas, estén bien o estén mal, me
gusta saber cosas. No me gustan los misterios porque ya bastante con que una
sea un misterio, y con que los demás sean un misterio, para que también las
cosas sean un misterio todo el tiempo. Por lo menos, las cosas tienen la
oportunidad de ser una cosa y tener una explicación desde la cosa – o eso decía
Marx. Y Lenin. Hay veces en que estoy de acuerdo con ellos, o por lo menos, me
creo estar de acuerdo con ellos porque se complace esa parte de mí que quiere
llegar a conclusiones. Por lo mismo de eso, de querer saber, me gusta hacer
hipótesis y teorías conspirativas. Así
me creo que sé cosas. Pura ilusión la mía, pero bueno, el punto no era el saber
cosas, el punto aquí era encender y apagar luces.
Como ese
alguien me dijo no sé, yo me di a la tarea de entender por qué es divertido
encender y apagar luces.
Al parecer
lo divertido de encender y a apagar luces es sentir que uno está y no está. Todo
cambia cuando hay luz y luego vuelve a cambiar cuando no hay luz y luego vuelve
a cambiar cuando vuelves a encender la luz en un mismo lugar y luego vuelve a
cambiar cuando la vuelves a apagar. Los ojos se irritan y la perspectiva de lo
que hay cambia completamente a cuando los ojos están despejados. Lo mismo
sucede con las sombras, por cada encender y apagar la luz, las sombras cambian.
Se mueven como viajando, como creciendo, como volviendo a su estado primario;
las sombras hay momentos en que se escurren en la luz encendida, hay momentos
en que se quedan paralizadas por la nueva interpretación del lugar, tan
paralizadas como nos quedamos nosotros tras cada cambio luego de encender y
apagar el foco. Para quien está siempre en el mismo lugar, encender y apagar
luces puede ser la opción perfecta para viajar, para conocer, para interactuar
con las cosas de manera diferente. Ahora te encuentras en Berlín y en un
instante pasas de ciudad y lugar y espacio hasta quizás, volverse, lugares
distópicos.
Es lindo
todo eso, me recuerda a Lezama y su casa en Trocadero y a Borges y su
biblioteca, y a ambos y su predilección
por estar en un solo lugar.
Pero hay
veces que temo quedarme en ese encierro que no es encierro y que, mientras mi
mente y mi corazón viajan, se mueven, se trasforman, mi cuerpo, mi cuerpo el
que se puede tocar, se empiece a inmovilizar. Primero mis piernas, luego la
columna hasta paralizar el cuello, luego las manos, luego los dedos. Y que luego de que pase eso, se me revienten
algunas venas de las piernas y me comiencen a salir escaras en la espalda, y
que el pelo me empiece a crecer demasiado y yo detesto el pelo largo, al igual
que las uñas largas. Y que luego de todo eso, me empiece a dar sed, mucha sed y
no pueda tomar agua y que luego tenga hambre, mucha hambre, y que no pueda
comer. Y así, lentamente, mi cuerpo, mi cuerpo el que se puede tocar, se vuelva
intocable para todos los demás, excepto para las sombras que cambian y se petrifican
y se escurren en la luz, al encenderse y apagarse el foco. Y al final, temo que
la luz se quede prendida o apagada. Y que ya mi cuerpo, ni con una vara pueda
llegar al interruptor. Y que de repente, los cambios desaparezcan, y todo se
quede igual. A no ser que abriera y cerrara los ojos, que los irritara constantemente,
para ver si algo pudiese quedar de ese rejuego de luz y oscuridad. Pero ¿y si
se irritan demasiado y ya no vuelven a su estado natural? ¿O si no logro que
con la irritación aparezcan los cambios? No sé cómo ese alguien no pensó en
todas estas cosas. Quizás se dejó llevar y ya. Quizás ya se pudrió su cuerpo.
Quizás no. Quién sabe.
Encender y
a apagar luces es una especie de suicidio en vida.
En fin, gracias por leerme.