Artwork: Patricia Gonzáles Kasaeva
Ni a mí, ni a nadie más. O al menos eso decía
José Gaos, en un ensayo sobre las caricias. Rectifico. No fue que me dijo, “Oye
A, tu amiga Patricia no puede acariciarte” (es que los filósofos no mencionan jamás
a la gente común, solo a otros filósofos). Más bien fueron las referencias que
me daba en su texto. Texto que leí hace semana y media y yo, la verdad, no pude
dejar de pensar en esa carissima mía,
mitad cubana, mitad rusa y mitad española. Quizás por eso, por el enredo de
nacionalidades que tiene, sangre mezclada y extremista, que va desde los menos veinte
grados, hasta los treinta y siete, con noventa y ocho por ciento de humedad,
quizás por eso, sangre loca, manos
locas. Y es que hace ya años, esa niña hacía sudar hasta las barandas de los
autobuses, las hojas de papel, lo que fuera, porque tenía, siempre, unas manos
empapadas. Pero empapadas de veras. Que las gotas le corrían por el antebrazo.
Y aún con diez grados (pocas veces podíamos disfrutar de diez grados, en la
Habana), pues sus manos empapaban lo que tocase. Incluyéndome a mí, que me
dejaba manosear y apretujar por esta chiquilla pegajosa, que quería lograr que
yo fuera más expresiva emocionalmente. Incluso, recuerdo una vez que, al llegar
a casa, tenía la camisa del colegio aún medio húmeda y mi abuela, que ya sabía
de los sudores manales de mi amiga,
me decía: ¿tú andabas con Patricia, cierto?
Yo
encontraba esa enfermedad (porque eso es una enfermedad… creo) como algo
extremadamente dulce. Lo veía como la expresión máxima del erotismo. Recordaba aquello
que decía Freud, sobre la relación pansexual entre el escritor y el libro, cada
vez que ella, escribía en su cuaderno de anotaciones, y la hoja se empapaba.
Luego se secaba, con todo aquel sudor, y el papel, se quedaba, estrujado,
deforme, como lo que ella escribía, como las cosas que sentía, como ella misma.
Y como yo, porque a los dieciséis, uno tiene el corazón desmembrado, el día
entero. También pensaba en la mera relación hombre - mujer, cada vez que me
contaba sus avatares amorosos. Y es que yo, nunca he podido escapar de ese tipo
de reflexiones que, como me diría el mismo Gaos (ya saben, a través de sus hojas,
que no estaban sudadas) encuentran en lo sexual, lo no sexual. Y me rompía la cabeza pensando en si el sudor corporal
sería igual al sudor de sus manos. Y en cómo se mezclaría todo aquello. Y en
cómo sería sentir sobre tu cuerpo sudado, no por el calor de la Habana, sino
por el calor de la excitación, las manos de ella. Calor soviético - hispano.
Luego
Patricia se fue a Barcelona y se acabaron las caricias a la baranda del
autobús, a las hojas, a mi camisa del bachillerato. A todo. Y pensé que, quizás
con el cambio de ambiente, las cosas cambiarían. Pero seis años después, me
monté en un avión, destino Barajas y de ahí a esa ciudad gótica. Y allí estaba
ella, esperándome, con las manos idénticas a como las había dejado. Pensé en
los cambios, y en cómo es relativo. En cómo se supone, que lo que más se
transforme sea el cuerpo, lo físico, y cómo en ella hasta el olor era el mismo.
Loco todo aquello, la verdad. Y sus caricias continuaron igual, tanto para mí,
como para el resto de la gente, a la cual le gusta apretujar.
Es
que incluso, a través de la pantalla del ordenador, esté yo donde esté,
continúo viéndola prender un cigarrillo, darle varias bocanadas y al final,
encontrar en el cabo, las marcas húmedas de sus manos.
Entonces
viene Gaos y me dice, que una caricia, no la puede ofrecer cualquiera. Que una
mano, para acariciar, debe estar seca, debe ser suave, debe ser lenta, debe ser
pura. Y mi amiga no está seca. Mi amiga no es suave. Mi amiga es hiperactiva.
Por eso, llevo una semana y media confundida, porque ahora no entiendo qué es
lo que esa chica reparte por todos lados. Y peor, no sé lo que esa chica me hacía
a mí. Porque si no eran caricias, ¿qué eran? Y uno no puede estar dejando que
le hagan cosas que uno no sabe qué cosas son… ¿o sí? También, leyendo a Gaos,
me enteré de que una caricia, obligatoriamente, debe estar marcada por la
otredad. Tiene que haber otro al cual
acariciar, porque aquellas que uno mismo se da, pues no son válidas, porque uno
no puede acariciarse a sí mismo. Y entre eso y las manos sudadas de Patricia,
me confundí aún más. Porque a mí me encanta acariciarme. Y acariciarme el pelo
(todo aquel que tiene cabello corto, tiene manía de acariciárselo). Entonces no
sé, ni lo que mi amiga me hacía, ni lo que yo me hago. Y también me intrigan
las manos de Gaos, cómo serían, la verdad.
Pero
luego, reflexionando con un amigo, contándole mis confusiones intelectuales, me
dijo algo que al menos resolvió el problema con mis manos y conmigo misma. Me
dijo: “Tú no tienes problema, pues tienes varias personalidades. Tú eres A y
eres Monique”. Y es cierto. Así que, puedo decir, que yo acaricio, porque no
tengo manos sudorosas, y cuando me lo hago a mí misma, pues se lo hago a
Monique, o se lo hago a A, en dependencia de si es un día cualquiera, o de si
es un domingo. Y me sentí aliviada, despejada de dudas, al menos en ese
aspecto. Porque yo soy A y yo soy Monique. ¡Ehh, qué alivio!
Pero
entonces, volví a Patricia, y su calor constante. Y volví a perderme. Y no
entiendo ni la foto que he puesto al inicio y que nos tomamos en Viñales. Porque
me inquieta que me hagan cosas que no puedo definir.
Y
bueno, en eso ando. Debatiéndome. Cuestionándome. Y sin nadie que me aclare.
Porque Gaos, como buen filósofo, me planteó la duda, cerró su libro y se fue a
dormir. Y a mí, a mí me dejó confusa.
En
fin, gracias por leerme.
http://kasaeva.blogspot.com.es/2015/08/la-mejor-solucion-una-caricia-de-gaos.html
Gaos no podía hablar de lo desconocido; él escribió sobre un tipo de caricia y quiso hacerla universal. Sin embargo, esto es fenomenología y así como él dijo qué era una caricia, tú puedes definirla de otro modo y hacer universal a Patricia y a Monique... Hermoso escrito. Besos, sesuda Amanda.