Eso es lo que ocurre
cuando una es tan reacia a la naturaleza. Y a los animales. Y a la mística. Y a
todo lo que no sea ciudad ciudadota, con humo, gente, asfalto y enajenación
(eso dicen los más espiritualistas; para mí, la verdad, lo máximo).
Entonces…
Con mis compañeros de
piso, todos hippies y felices de estar rodeados de natura, nos fuimos en la
noche a una ecoaldea. En otro momento de mi vida, me hubiese negado
rotundamente a ir. Pero como ahora soy mejor persona, y a todo digo que sí, pues
dije sí. Y fui. La ecoaldea no está muy lejos de la ciudad. De hecho, en un bus
ya llegamos al pueblo. Solo quedaba atravesarlo y luego adentrarse en la
maleza. Con dos linternas, a las nueve de la noche. Con la hierba rozándonos
las caderas. Y los mosquitos… bueno, ni hablar de los mosquitos. A mí, la
verdad, no me molestó nada. Solo me abstraje. Pensé en los claros del bosque zambranianos y en la selva negra de Heidegger, o en el On the road, de Kerouac y me
sentí muy filósofa yo. Toda una pensadora en busca de inspiración en el
medio de la nada. Claro, luego una mata me pinchó y me sacó de mi letargo
intelectual, pero luego retorné.
Caminamos alrededor de
cuarenta minutos, los cinco: el psicólogo tatuado, el ingeniero cazador, la
encantadora chica de grelos y el otro que es músico, escalador, surfista,
aprendiz de cómo armar motores (y todo lo que se pegue por ahí), y yo, el gato.
¡Miauuuu! Finalmente llegamos a la ecoaldea, que podría resumirse en dos casas.
Una, donde vive el viejo Don Bernard y la otra, la nuestra, sin luz, sin baño,
sin nada. Rodeada de maleza, de flores, de telarañas gigantes y de una lluvia
feroz. Supongo que era la manera en que la naturaleza nos daba la bienvenida (ya
les dije, andaba yo muy a lo Kerouac, Zambrano y Heidegger). Allí nos sentamos. Con mucho trabajo halamos
una vieja estufa. Lentamente, la llenamos de paja y de madera para calentar la
comida. Eso fue otra cosa, la comida. Desde que salimos, yo estuve recalcando
el hecho de que con un solo paquete de tostadas no alcanzaría para todos. Nadie
me escuchó. Pero sobre eso hablaré después.
Prendimos la estufa, pusimos a calentar las sardinas e hicimos un té de
esos mágicos, especiales, deliciosos. Luego de una larga plática a la luz de la
luna (y de una lámpara intermitente), decidimos que era hora de cumplir el
“ritual”: escalar el cerro. Entonces, mochila al hombro didjeridu a la mano y
el té caliente en nuestros estómagos, salimos de casa. Debo confesar que una
montaña es una novela. Con su inicio, su punto de giro, su crisis y su final,
despejado, abierto. Una novela de esas donde uno sufre, uno piensa, uno reflexiona
y al final, uno se encuentra con un final feliz. Algo que hace falta por estos
días: finales felices. El inicio del cerro, podría asociarlo con el comienzo
cruel y embustero de la novela. La tierra parecía tranquila, pero luego todo
empezó a volverse fango sucio, fango provocado por el hombre, fango dañado. Y
las botas comenzaron a estancarse ahí, por cada tres pasos que dábamos. La
cruzada la dirigía el ingeniero cazador, que en sus ratos libres, se va a su
pueblo a adentrarse en la maleza a cazar armadillos con un machete. Él, a la
cabeza y con una caña que no sé ni dónde encontró, iba separándonos de la
hierba mala, la venenosa, la que picaba, la que no quería que se entrara al
lugar. Detrás venía el psicólogo tatuado, ese que sí se conoce bien el cerro
porque él ya lo ha escalado. De hecho, él ayudó a construir la casa donde
estábamos. Detrás venía la chica preciosa de grelos y su novio el músico, etc,
etc, y al final yo, ahí medio perdida, entre el fango, los mosquitos y la
novela de mi cabeza. Anduvimos por ese camino angosto y de repente, sin más,
todo cambió. El fango se tornó hierba grande, muy grande, hierba que nos
cubría, hierba que se movía a causa de la noche fresca. Y nos acariciaba. O al
menos eso sentía yo a través de la chamarra. Yo sentía las caricias, las
caricias de aquellas que querían enamorarme. Este es el punto donde los
personajes se conocen, donde comienzan a hablar, donde aparece el otro. La
otredad en general. Y cuando pensé que la situación no podía ser más erótica,
llegamos al Edén. A nuestro Edén personal. Toda aquella maleza, toda aquella hierba
que nos había ya acariciado, se tornó en flores. Flores pequeñas, que con la
luz eran violetas y sin ella, blancas. Y las flores nos desaparecieron. Y las
mariposas nocturnas revoloteaban, como diciendo “pasen, pasen”. El cerro se confiaba
más de nosotros y nos invitaba a penetrarlo. A clavarle la caña en la tierra.
El cerro que no es masculino. El cerro que es mujer porque se deja abrir, se
deja penetrar. Se vuelve desconfiada y te embauca para saber qué quieres de él
(ella) hasta que se relaja, se comienza a dilatar. Y las flores eran la
demostración de esa dilatación. Todas abiertas, todas invitando a tocarlas, a
profanarlas. En este punto ya yo alucinaba, y mi cabeza daba vueltas y se movía
como las flores, como la hierba, como las mariposas. Para lo único que me
detenía era para tomar fotos. Y era horrible la parada, porque estos chicos las
detestan. No entienden que la memoria falla. No entiende que somos y nos somos,
como dijo Heráclito, no comprenden que eso, lejos de ser una actitud “fresa”,
es una bendición que trajo consigo la modernidad y que nos permite recordar
para siempre. No entienden que una, a pesar de ser “fresa”, es filósofa, y no
deja de reflexionar. Luego, sin previo aviso, las flores desaparecieron. Y
comenzaron las piedras, las piedras grandes. Las piedras lisas, que fueron
creciendo y creciendo, empinándose. Ya andábamos de subida. El ingeniero
cazador de armadillos, a la cabeza, con su caña, tanteando el terreno,
indicándonos y el psicólogo detrás, marcando el camino, los otros dos,
disfrutando de la luz de la luna y yo, yo pensando en mi novela, mi novela
romántica. En mi punto de giro. Donde entra un tercero, donde todo se complica,
donde la protagonista se deprime. Donde sufre, donde llora, donde no sabe qué
hacer. Donde se angustia. Donde solo quiere pensar. Y así, con trabajo, fuimos
escalando, cada uno metido en el viaje. Mi reflexión solo se vio interrumpida por
una torcedura de tobillo – típico en mí -que me hizo chillar como toda una
becerra, pero lo interpreté como el dolor de ella, mi personaje sufriente. Mi
Karenina. Mi Bovary, Mi Raquin. En una de esas encontramos una piedra gigante
donde descansar. Y ahí nos sentamos. Prendimos un incienso, nos quedamos en
silencio y el músico, escalador, surfista, aprendiz de cómo armar motores (y
todo lo que se pegue por ahí), sacó el didjeridu y comenzó a tocar. Y
desaparecí. Me volví naturaleza. Ya estábamos dentro. Ya éramos parte de ella.
Ya nada molestaba, ni los mosquitos, ni las rocas, ni la maleza. Nada. Miré
hacia al lado y vi los puntos. Vi la ciudad. Llena de luces. Pensé en cómo
cambia todo. En cómo allá, en la ciudad, éramos ventanas. Existíamos. Pero
aquí, aquí no existíamos, aquí éramos rocas, rocas que observan hacia la ciudad
y ríen de saber que nadie sabe que estamos allá. Nadie sabe que pensamos. Que
tenemos historias. Que tenemos cosas que decir. Que tenemos sangre que habla.
Sangre que cuenta. Y en ese estado, de intimidad, de incognicidad, continuamos
subiendo, entre las rocas, que cada vez se inclinaban más. Pero lo fantástico
fue que en un momento, en que alumbramos, nos dimos cuenta de que esas rocas,
esas “simples piedras” realmente eran todo aquello que yo pensaba. Eran
Kareninas, Bovaries, Raquins… pues ese cerro, supuestamente intrascendente,
eran las ruinas de una antigua ciudad. Y las rocas eran antiguas construcciones
olvidadas, calladas. Y esa, en la que andábamos, se erigía como el sexo de una
mujer, pintado de rojo. Era una diosa, estoy segura. Y todos la tocamos, para sentirla,
conocerla. Saludarla y pedirle permiso por casi estar en la cima de su ciudad.
A partir de ahí todo cambió de nuevo. El camino se tornó suave. Ya era casi el
final. Era la reconciliación de esa que andaba trastocada con todos.
Hasta que llegamos a la
cima. Y la ciudad se hizo inmensa ante nosotros. Lo único decepcionante fue
que, obviamente, habían catolizado el cerro y allí, en la cima, subido en un
pedestal, estaba el señor Jesús Cristo, mi rock super star. Todo manchado,
sucio y lleno de graffities. Y como ya habíamos llegado hasta ese punto, pues
que subimos las piedras sobre el cual estaba y allá, en la punta, sentimos el
aire, y gritamos y reímos (y yo fumé como toda una loca, porque sin cigarros,
el viaje no es viaje; obviamente, mi personaje fuma). Luego, con mucho trabajo,
bajé del aposento de mi amiguito Cristo (aclaro, más amigo mío es Dios, porque
Dios es pop), y me senté en la punta del cerro, a ver la ciudad. En eso me
dieron un incienso, y cada uno lo puso en una esquina, para purificar el viaje
y ofrecérselo a la Tierra. Pero como soy tan despistada, se me olvidó y me
quedé con mi incienso ahí echándome humito yo misma. En fin, que me purifiqué. Luego
vino la bajada, que fue como un tobogán. Bajé rodando, de piedra en piedra,
diciendo adiós a todo. Adiós Cristo, adiós, hierba, rocas, fango… ¡chaolín!
Entonces vino el punto final. El Fin total de mi novela, en que todos se
reconcilian y todos son felices. Se acabó esa vida alternativa perfecta. Y
lentamente llegamos a casa, donde nos esperaban las sardinas, con papas y champiñones.
Y obviamente, como yo dije, ¡no alcanzaron las tostadas! Ahí se acabó el misticismo,
Heidegger, Zambrano Kerouac y toda su familia. Porque con la comida, yo sí no
juego. La comida es sagrada. Y a tres tostadas por persona, ¡que me quedo con
hambre! Pero bueno, no me quejé (mucho) y al rato nos fuimos a dormir, rodeados
de mosquitos y yo, con un dolor en el pie que me calaba el alma. Y ya ese dolor
no era novelesco. Era un dolor feo. De ciudad.
Al otro día nos marchamos.
Y el recorrido matutino fue tan lindo como el que hicimos en la noche. Salimos del
campo, tomamos el autobús y llegamos a casa.
Este es el punto en que
comencé a cabrearme. Porque todos empezaron a
reírse de mi viaje. De mi mística. Y más que nada, de que hubiese
escalado un cerro. Nadie lo creía. Eso sí, cuando comenté lo de las tostadas, a
nadie le cupo dudas de que me hubiese cabreado. Mala fama que tengo…
Por eso este post, es para
al menos, documentarlo “escritorialmente”.
Ahora ando en un café,
en la ciudad (si a Puebla se le puede llamar ciudad), tomando un bombocho,
fumando y escuchando jazz, con dos chicas besándose a mi lado y ofreciéndome
más cigarros. Y es que, para seguir con el estilo de la ecoaldea, nos han
cortado la luz todo el fin de semana. Y me he quedado sin carga, sin redes. Sin
nada. Y eso, como en el cerro, también implica no existir. Porque aunque tuve
ese viaje, yo, Monique, pertenezco a la ciudad. Yo soy una ventana. Abierta,
como las flores, pero una ventana.
En fin, gracias por
leerme.
Monique, eres un gato muy atormentado. Tus textos te delatan. Saludos desde Suecia.
Me encanto!!! El cerro, las flores, la novela. Desenajenacion
Esa ventana abierta por la que miramos la ciudad y nos miran los que pasan frente a nuestra casa. Hermoso escrito. Ha pasado por dos casetas: el sinsentido por un extraño factor (una despedida) y el sentido después del olvido. Me encantó esa mezcla de momentos, aunque sigo pensando que tú, Monique, no escalas, levitas. Besos.
Esa ventana abierta por la que miramos la ciudad y nos miran los que pasan frente a nuestra casa. Hermoso escrito. Ha pasado por dos casetas: el sinsentido por un extraño factor (una despedida) y el sentido después del olvido. Me encantó esa mezcla de momentos, aunque sigo pensando que tú, Monique, no escalas, levitas. Besos.
Esta claro que has tenido un experiencia mistica en una pequena colina, M, y no cabe dudas de que las cosas lucian como las describes para ti (probablemente intoxicada cuando todo ocurria). Pero siendo yo uno de los que dudan de que "escalaste un cerro" tengo que dejar claro que la evidencia con la que cuentas no corrobora tu relato en lo mas minimo. Aun asi, es una maravillosa historia (pero que probablemente solo tuvo lugar en tu imaginacion) ;-).
leo esto un año después y continúa siendo difícil pensar que te pudo emocionar algo como eso. es que como no hay fotos, pues jamás se demostrará nada. pobrecita monique a la que nadie le cree este post! jaaa te envío besos en tu carita bonita y sensual.