No he ido al circo. Nunca. A lo que más se asemeja mi
estancia en un lugar como ese es a una feria a la cual fui en un pueblo de mi
país. Todas las calles estaban cerradas, dispuestas sólo a los pequeños locales
que tenían mujeres sin cuerpo, hombres cerdos, personas con máscaras y una
rueda que parecía la rueda de Satán. Estaba en un rincón oscuro. Un foco medio
fundido lanzaba una luz intermitente. Cuando aquella cosa echaba a anda, sonaba
un radio distorsionado con metal y yo dentro, junto con mi sobrina, dábamos
vueltas y vueltas. Nos arañábamos la espalda con los hierros mal puestos. En
aquel entonces – creo que tenía catorce años – yo me fascinaba por cada cosa
que veía. Las personas no me parecían
las mismas. El exceso de cervezas, las máscaras sudadas, las casitas con gente
deforme. Eso, eso me hacía vibrar.
Han pasado años y sigo recordando aquello como si
fuese ayer. Siempre viene a mí una sensación rara. Una sensación como de
perdición, de desasosiego, por no comprender lo que ocurría allí. Cada momento
en el cual me he encontrado en una situación rara, pienso en un acordeón
sonando y recuerdo los ojos de la mujer sin cuerpo. Y la colita del hombre
puerco.
Algunos días soñaba con vivir en un lugar así, rodeada
de esas personas poco comunes. Me gustaba lo poco común. Y me gustaba la
sensación de extrañeza que me provocaban los enanos, los viejos sin dientes
haciendo trucos de magia, los focos palpitantes.
Un día sin más, todo el tiempo comencé a sentir esa
extrañeza, ese desasosiego. Lo comencé a sentir cada día que iba al colegio. Lo
comencé a sentir ante cualquier tipo de situación amorosa. Lo comencé a sentir
en mis amigos, en mi familia. Incluso en la comida. Cenas raras: un pulpo
entero bañado en vinagre. Un grillo refrito con patas de cucaracha. Una sopa
con almejas y babosas que flotaban aún medio vivas. Un pastel semi cocido de
conejo con un huevo crudo dentro. Lo mismo con mis allegados. Todos deformes.
Todos medio ocultos. Como mitad animales. Y mitad humanos. Ese sentimiento se
ha ido acrecentando. Y en las redes se acrecienta más. Ahora mismo le he
enviado a mi amiguita mexicana una imagen de dos cactus abrazándose y soltando
corazones y la veo como a un cactus. Y me veo como un cactus. Un cactus flotando
en una realidad que se me muestra desconocida. Entonces pienso en mi amiga con
espinas. Y pienso en mí con espinas. Y me veo al espejo, sin reconocerme. Y la
pienso sin reconocerla. Así con todos. Así todo el tiempo.
Esa incertidumbre ante la vida, que antes se reducía
al espacio de la feria, esa incertidumbre me consume y me desajusta. Me hace
sentir frágil. Un globo dando vueltas en la calle, sin saber huir de los
carros. Un globo rojo, como los corazones de los cactus. Un globo que soy yo a
punto de chocar con un cactus que también soy yo. Entonces comienzo a
desconfiar. Y comienza la paranoia. La paranoia de que todos son falsos, de que todos cambian a cada instante y por eso
no pueden ser otra cosa que instantes inventados. Volátiles. Entonces quiero
hacer una limpieza, una limpieza de mí y de todo aquello que se me presenta
extraño, que me hace dudar. Pero no puedo. Porque lograr eso sería vencer a la
naturaleza entera. Sería vencer al auto que está a punto de atropellarme cuando
me siento un globo.
Uno tiene que
aprender a vivir en esa incertidumbre constante. En ese cambio
desagradable. Uno tiene que aprender a vivir con el acordeón constante en la
cabeza, con la mujer sin cuerpo y el enano que cada día se manifiestan. Uno
debe aprender a disfrutar los instantes, a ser cómplice de esa incertidumbre.
Uno tiene que. Pero es imposible. No se logra. O al menos yo no lo logro.
Porque la fascinación ante lo raro ya desapareció.
Ahora se torna miedo. Palpitaciones. Desconfianza. Un huevo crudo dentro de un
pastel.
Quiero irme de este circo misterioso.
O más bien, quiero sólo estar de paso. Una simple
visita con té caliente y porcelana china.
En fin, gracias por leerme.
Perderse. Dar vueltas. No comprender. Esa es la clave, que no comprendemos.
Excelente publicación la tuya. Ya el café vespertino no me sabrá igual.
tienes una sensibilidad bien cabrona...