Hoy pasé la mañana con el maravilloso pensamiento de
que el perro de mis vecinos se había muerto. Debo reconocer que la alegría me
consumía. Es difícil que yo esté muy de buen humor los domingos. Pero un hecho
como ese es una de las pocas cosas que me puede sacar una sonrisa el séptimo
día de la semana. Asumí que estaba muerto porque hace día no siento a sus
dueños. Creo que salieron. O se han ido de acampada. O a otra ciudad. También llegué
a pensar que estaban en casa de la mamá de ella, mi vecina, porque el bebé que
recién tuvieron se había enfermado. O también pensé que quizás el bebé estaba
grave en el hospital, o que se había muerto y andaban de luto en algún lugar
tropical, para olvidar las penas. No sé… es que no lo he sentido. Y los bebés
se sienten. Y mucho. Entonces, ese perro, llamado Perri, lleva días solo en el
patio, sin poder entrar a la casa, lleno hasta la médula de sus propios
excrementos y además, mordisqueando una botella de cloro vacía.
Si el perro estaba muerto – pensaba yo – pues ya
tendría que llamar a la encargada del edificio para que localizara a mis
vecinos y se ocuparan de ese desmadre. O si no, esperar, esperar pacientemente
a que regresaran y se encontraran con ese regalo, medio putrefacto y lleno de
moscas, excremento y residuos de cloro.
Pensé que estaba muerto porque, cuando me levanté, fui
directo a la ventana. Lo vi ahí, echado sin moverse, con un montón de insectos
a su alrededor. Tiré un poco de ceniza del cigarro que fumaba, a ver si se
movía. Pero nada. Adiós al ruido, a la bulla, a la peste que sube y me inunda:
peste de la ciudad, peste de las cañerías y peste del perro, todo impregnado en
mi ropa. Ahora todo estaría limpio. Ropa con olor a suavizante. Pulcritud.
Pero no.
Tras un shhhhh, el perro brincó y me observó. Comenzó
a ladrar. Ya mi sonrisa se borró. El domingo volvió a ser lo de siempre. Me
puse a pensar en lo resistente que es ese animal. Cuando llovía cenizas, aquí
en Puebla, también lo dejaron fuera. Y también tuve la esperanza de que se
muriera. Y también sonreí. Maléficamente. Pero nada. Soportó lo que yo no pude,
que por tragar un poco de polvo volcánico, estuve dos semanas tosiendo sin
parar. Pinche perro – pensé en aquel entonces y hoy. Luego de terminar de fumar
y con la decepción a flor de piel, me puse a desayunar. Tras cuatro cigarros y
una vitamina, terminé corriendo al baño a vomitar lo que había comido, lo que
había fumado, lo que había tomado. Luego, mientras escribía, me enganché un
anzuelo que tengo en la muñeca, a la ropa que traía puesta. Y para rematar, me
quemé. Con el quinto cigarro me marqué el muslo izquierdo (siempre el izquierdo
porque soy comunista… o sea…) Luego de esas pequeñas cosas, y porque soy
pequeña, me puse a reflexionar pequeñamente. Estoy sorprendida por la resistencia
o fragilidad. La resistencia o fragilidad de ciertas cosas, de ciertos objetos,
de ciertas personas. La corporalidad, la corporalidad que es tan frágil. Lo
corpóreo que por ser corpóreo ya está expuesto a una vulnerabilidad tan grande,
tan deprimente.
Imaginé que me dejaban sola una semana, encerrada en un
patio, llena de excrementos y con sólo una botella de cloro. Imaginé cuánto
duraría en esas condiciones. Menos que Perri, seguramente. Intenté pensarme abriendo
la boca y sacando la lengua como gorrión, tomándome el agua de lluvia. Intenté pensarme
cayéndole atrás a una rata, una cucaracha, un insecto, lo que fuera, para
comer. Intenté pensarme mordisqueando una botella de cloro vacía, a mí que como
saben, me gusta tanto el cloro. Probé a morder la mía, pero mis dientes ni
lograron mancillar la botella. Intenté convertirme en perro. Cerré los ojos y
pensé que me salían pelos como los de Perri. Y orejas como las de Perri. Y
dientes como los de Perri. Porque, a ver, uno no sabe qué pueda pasarle en la
vida, y más cuando uno está solo, o medio solo. Así que mejor aprender a
sobrevivir en esa calamidad durante una semana. Digo, por si acaso. Mi amiga
colombiana muchas veces se imagina sin un brazo. O más bien imagina que su brazo
no es parte de ella. Aunque para ésta, dicha idea se mueve en un plano más
metafórico, más existencial, yo lo interpreto como aprender a vivir sin partes de uno, o más
bien aprender a vivir dejando de ser lo que uno piensa que es: algo con dos
brazos, algo con dos piernas, algo con un tórax, algo que no aguanta una semana
encerrado en un patio sin comida. Pero eso para mí es imposible. Creo que tengo el cerebro demasiado limitado.
O soy un objeto demasiado vulnerable, como una taza. Todo está en tu cabeza,
Monique – me dije. Lo único que debes hacer es dejar de pensar en ti como un
algo que se rompe y verte como… no sé… como Perri. Tener el cerebro más
abierto, más resistente. Y en serio lo voy a intentar. Voy a empezar por
ladrar. Ladrar todo el tiempo. A ver si me olvido de hablar. Eso sería un buen
comienzo. Ladrar hacia afuera para luego ladrar hacia adentro. Y es que en el
fondo, lo que me altera es saber que un perro puede ser más resistente que yo.
Que un perro no se preocupa tanto por mi vida como me preocupo yo por la de él.
Que un perro no mira hacia arriba para saber lo que hago, como siempre ando yo
mirando hacia abajo. Que un perro ni le va ni le viene que yo me muera. Que ese
perro es como una estrella de cine y yo no más soy muy ególatra. Maldito Perri.
Voy a ladrar.
Jau jau jau jau jau jau. Jau jau jau. Jau. Jau
jau.
En fin, gracias por leerme.
maldita y sensual despiadada
estamos limitados por dentro y por fuera. como bien dices a partir de que somos seres físicos o corporales, pues ya estamos destinados a la vulnerabilidad. pero igual no se si quiero convertirme en algo corporal llamado perro. Ojala tu domingo se haya vuelto menos loco monique
lo que a ti te ocurre es que necsitas ir más alla de ti. No es suficiente, para una persona como tú volverse un gato, o un perro, o una taza. De hecho para ti nada será suficiente. Nada calmará esa ansiedad, esa alteración que tienes. Es que eres una pensadora, mujer. Una artista. Así que olvida todo. ladra un rato, luego mata al perro.y ya.