En algún momento de mi vida solía estar muy enojada.
Siempre. Y cuando estaba enojada pues lo expresaba de la manera más abrupta.
Cerraba los puños y gritaba. Gritaba mucho. Recuerdo que había un dibujo
animado, Los gatos samuráis. Y un personaje, el malo de la serie, un zorro llamado
Quesote, cada vez que se enfadaba, chillaba hasta que – literalmente – se reventaba.
Yo, muy internamente, me sentía identificada con ese personaje. Así me ocurría.
Reventaba. Por dentro y por fuera. Los ojos se me ponían más chinos de lo
habitual, los dientes comenzaban a chirriar como ventana vieja. La cabeza se calentaba
y se calentaba hasta ponerse bien roja. Y luego el grito. El grito infinito. El
grito devastador. Y así podía pasar horas. Gritando y con la cabeza reventando,
renaciendo y volviendo a reventar.
Luego ese grito fue disminuyendo en el hacia afuera.
Me lo fui devorando. Completo. Y junto con el grito, la cabeza reventando y
renaciendo, y los ojos chinitos. Todo lo fui tragando, tragando con gusto.
Acompañado con jugo. Acompañado con pastel de naranja. Acompañado con cemitas.
Y un día comencé a vomitar. Y vomité la comida y la cabeza y la cabeza y la
cabeza y todas las cabezas que iban naciendo. Y también los ojos. Vomité mis
ojos. Un día expulsé un bicho. Y luego un gusano. Y luego una cucaracha. Y luego
un ratón. Y luego un conejo. Y luego un alien. Un alien grande que se convirtió
en medusa. Entonces me quedé criándolos a todos. En la misma casa. En la misma
habitación. Cociné para ellos. Los alimenté bien.
Una mañana me levanté y no estaban. Entonces me quedé
sola. Y sin enojo. La verdad fue satisfactorio. Incluso dejé de escribir cosas
en mi cuaderno de anotaciones. Los días pasaron plácidamente. Así hasta el de
hoy, en el cual puedo admitir, sin miedo a equivocarme, que no me enojo. Que no
tengo cabezas que reviven. Que no vomito cucarachas. Justo esta tarde entendí
por qué (o por lo menos creo haberlo entendido). No hay enojo porque el enojo
debe ser recíproco. No hay tristeza porque también debe ser recíproca. Y es que
tan poco me interesan las personas, tan poco les intereso yo, que no vale la
pena el desgaste que ya simplemente no existen esos sentimientos. No existen
esas pasiones. El tiempo pasa demasiado rápido. Los baños vomitados se
descargan en un santiamén. Las cabezas cada día se aburren más de salir.
Simplemente, uno marcha pensando sólo en uno. En uno y los demonios de uno, que
también cambian constantemente. Que también son volátiles. Que también se
cansaron de estar, cada uno, reventando y vomitando.
Es más fácil así. Es más fácil olvidarse del otro. O
por lo menos es más fácil simular que uno se olvida del otro. Es más fácil no
tener esperanzas. Es más fácil tener una digestión regular. Es más fácil no
tener la casa llena de invitados que te salen de adentro.
El egoísmo y la simplicidad son los sustitutos del
enojo. Aquel enojo que al menos demostraba cierta interacción, cierto interés por
las personas amadas (o no). Supongo que
ahora mismo, quizás producto de la escritura, de los recuerdos, quizás, pues
pueda sentir que el corazón se me haya acelerado algo. Puedo sentir cierta
penuria. Mas puedo permitirme esta pequeñísima recaída en la cual vuelvo a
integrarme con los demás. Y sé que terminado este texto, que lo escribo con más
resignación que placer, sé que terminando este texto, cerraré el archivo,
prenderé un incienso, cantaré una canción y volveré a no sentir nada.
Entonces vendrá nuevamente la paz y la felicidad de mi
soledad. Qué alegría. Sí, eso, Qué alegría.
En fin, gracias por leerme.