Les
cuento. Esta foto que he puesto aquí, es un anuncio promocional de móviles.
Obviamente, al verlo, quedé un poco trastornada, pues la verdad, no entendía
mucho el vínculo. Según me enteré hace un rato (porque todo esto ocurrió hoy),
la historia es la siguiente: Ese señor granjero se encontró a ese lindo
puerquito. Como no sabía de quién era,
lo llevó a su casa, mientras iba, granja por granja, preguntando de quién era. En
esa búsqueda, pasó un tiempo y la relación con el animal se hizo muy íntima. Cenaba
con el puerquito, dormía con el puerquito, veía la tele con el puerquito (si se
hizo algo más con el puerquito, eso no me lo contaron). Un día, encontró al
dueño. Éste (el granjero dueño) realmente no quería al puerquito como aquel que
lo había encontrado. Entonces éste, el granjero no - dueño, decide no
devolverlo y deja al propietario, una caja vacía.
Fin.
Y
bueno, la relación con los teléfonos móviles es el problema de La Conexión. El
granjero se quedó conectado con el puerquito, y la línea de teléfono exhorta a
cada granjero guajiro letal letalísimo, a que, de igual manera, se quede
conectado, con un móvil. Una metáfora, un chiste, tremendo pujo – como dirían
en Cuba – pero al final, yo me reí como tonta, porque yo soy una metafórica –
chistosa – pujosa. ¡Jaja! Y ven, no puedo evitar reírme de nuevo.
Lo
curioso es que todo esto, lo entiende aquel que vio cierto anuncio publicitario.
El resto, no comprende ni la ostia frita de Jesús. Yo opino que a los
granjeros, que dedican sus neuronas a pensar cómo hacer crecer las plantas o
cómo hacer engordar al ganado (aquí, las ovejas), trabajo arduo, no se les dé
muy bien, el entender las metáforas y los chistes de este tipo. Así que yo,
granjera, creo que si veo esa imagen, lo que me daría deseos es de comprarme un
puerco y no de comprarme un móvil. Pero bueno, esa soy yo, que si fuera
granjera, solo supiera de cosas “granjerosas” y no de cosas “metaforosas”.
Otro
cuento:
En
el primer piso del Meridian Mall, como suele ocurrir en todos, hay una serie de
locales fast food, que se dividen por
país. Normalmente, suelo ir al japonés o al hindú, pero como todos están muy
juntos, siempre los tengo en mi ángulo visual. Obviamente, cada sitio, tiene
como dependiente, a un nativo de ese país. Así, el tailandés tiene a su chica
tostada y con el cabello castaño oscuro, el chino, a su enanito con rayas en
los ojos, el japonés, a un tío ahí, mal humorado, el hindú, a un indito que
siempre que conversamos, no logro evitar imaginarlo bailando como Hitithik
Roshan, en Main Krishna hoon. Y así,
hasta llegar al mexicano. Entonces, por esa necesidad que tengo de hablar
español en voz alta, me decidí a decir hola
al mexicano, que con su gran bigote mexicano, preparaba los tacos mexicanos. Y fui
para allá, toda sonriente. Él me miró un poco serio, la verdad. Entonces dije: ¡hola, que tal! Silencio. Pensé, a este
no le gusta interactuar. Me puse seria y le pedí algo. Silencio. Lo miré, me
miró, lo volví a mirar. Entonces, le dije: qué
mal lo que dijo Donald Trump, en su campaña electoral. Silencio nuevamente.
Ya me tenía un poco acomplejada, hasta que me habla en inglés. Y, ¡vaya sorpresa!
El prototípico mexicano que tenía delante, con su bigote, con su piel tostadita,
el mexicano drogadicto y violador, parafraseando al mismísimo Trump, ¡no era
mexicano! Era un hindú que habían disfrazado como a uno. No sé por qué pensé de
nuevo en Donald Trump y en los estereotipos, y en aquel hindú, con una
identidad, a estas alturas, un poco confusa. Pero luego, cuando me dio el taco,
dejé de reflexionar y asumí todo aquello como que él vivía en una eterna fiesta
de disfraces. Divertido, tal vez. Y me comí el taco…
Mi
tercer cuento:
Sábado veinte de junio. Inicio del Midwinter
Carnival, aquí, en Dunedin. Llevábamos esperando, como locos, ese día. El video promocional era fantástico.
Esto es una ciudad sacada de una historia de hadas (que luego de las cinco de
la tarde, se convierte en una mezcla de video de Cocorosie y película de terror)
y seguramente sería mágico. Bello, emotivo, desquiciantemente alegre. En esta
ciudad no pasa nada, así que esperaba que ese día, fuera diferente. Pero los
giros drásticos, solo ocurren en la ficción. Yo, acostumbrada a carnavales más
bulliciosos, de repente, me chocó encontrar aquello. El desfile comenzaba con
una marcha fúnebre. ¡Qué alegría! Sin contar que, los músicos, el más joven
tenía alrededor de setenta y cinco años. Yo, la verdad, nunca había visto
tantos ancianos juntos, en este lugar donde, literalmente, NO HAY VIEJOS. Aquí,
la edad promedio, es de treinta años máximo. Pero esa noche, al parecer,
decidieron sacar a pasear a los abuelitos, que con el frío que había, a los
pobres, parecía que les iba a dar una embolia. Y nada, el Midwinter Carnival,
en Dunedin, se abría, triunfal, con una excelente marcha fúnebre. No obstante,
como yo soy una chica muy buena (y por eso es que Dios me regalará una
bicicleta), aplaudí con todas mis fuerzas. Yo aplaudí. Yo. Solo yo. Yo y la
soledad. Nadie más lo hizo, ¡Ni un gritico! ¡Nada! Lo mismo con los que
siguieron, un grupo de maoríes caminando muy cansados y gordos, con un lindo
letrero de Aoteaora. Y lo mismo, con
la parte del desfile, donde unos niños malcriadísimos, caminaban, aguantando un
farolito de papel, con sus padres a cada lado. Y tampoco, cuando una chica
aficionada (espero que haya sido aficionada) bailaba (no como Hitithik Roshan,
la verdad) y quiso hacer una voltereta. Como el piso andaba húmedo por el
granizo, se cayó despampanantemente y luego se levantó y quiso dar otra
voltereta, y volvió a caer. Ya, en ese punto, yo aplaudía con menos fuerza, más porque tenía las manos congeladas, que por
otra cosa. Luego, hubo una conguita (yo no sé cómo se le llama aquí a una
conguita, pero eso era una conguita, similar a las de Regla) y nadie bailó. Yo
me moví un poquito, pero la conguita duró poco, pues el desfile continuó. O más
bien comenzó de nuevo. Porque, de repente, ¡los viejitos de la marcha fúnebre!
Me perdí, en serio, me perdí. Y más cuando comenzaron a estallar fuegos
artificiales. Y todo eso, bajo el más absoluto mutis, por parte de los
espectadores. Que ya les digo, este escenario, para performance de Marina
Abramovic, ¡no tiene precio! Al final, asumí que la gente no aplaudía por el
frío. Y regresamos a casa, mi esposo y yo, aplaudiéndonos a nosotros mismos y
nuestro carnaval privado. Por el camino me detuve a tomar un café, en el único
lugar de esta ciudad, donde cuesta menos de cinco dólares. Esto no viene al
caso, pero es que estaba delicioso. Era un capuchino, que con cero grados,
sienta muy bien.
Ahora
ando escuchando Soda Stereo. Llevo
una hora repitiendo la misma canción: “Persiana americana”. Debe ser porque
dentro de poco me largo de aquí, rumbo a América, calurosa ahora, me imagino.
Y
nada, que con los tres cuentos, se me fue el tiempo y no me alcanzó para
despedirme correctamente, de Dunedin, donde he vivido durante este año. Quizás,
este post, podría ser una especie de despedida, a mi forma metafórica –
chistosa - pujosa, con puerquito incluido (¡jaja! Ya he vuelto a reír).
De
cualquier forma, me queda un domingo para ser más formal y despedirme como es
debido de este, mi querido fin del mundo. Goodbye Nueva Zelanda: mi despedida número
uno.
En
fin, gracias por leerme.
Ah dios mío, como me reí imaginando tu cara mirando ese puerquito, tus ojotes grandes de la incrédula metáfora, jaaaaa... espero que tu partida de Nueva Zelanda no nos prive de tu escritura, no dejes el blog, desde tierras templadas la pluma corre con más emoción.