Archive for 2016

ENOJO

En algún momento de mi vida solía estar muy enojada. Siempre. Y cuando estaba enojada pues lo expresaba de la manera más abrupta. Cerraba los puños y gritaba. Gritaba mucho. Recuerdo que había un dibujo animado, Los gatos samuráis. Y un personaje, el malo de la serie, un zorro llamado Quesote, cada vez que se enfadaba, chillaba hasta que – literalmente – se reventaba. Yo, muy internamente, me sentía identificada con ese personaje. Así me ocurría. Reventaba. Por dentro y por fuera. Los ojos se me ponían más chinos de lo habitual, los dientes comenzaban a chirriar como ventana vieja. La cabeza se calentaba y se calentaba hasta ponerse bien roja. Y luego el grito. El grito infinito. El grito devastador. Y así podía pasar horas. Gritando y con la cabeza reventando, renaciendo y volviendo a reventar.
Luego ese grito fue disminuyendo en el hacia afuera. Me lo fui devorando. Completo. Y junto con el grito, la cabeza reventando y renaciendo, y los ojos chinitos. Todo lo fui tragando, tragando con gusto. Acompañado con jugo. Acompañado con pastel de naranja. Acompañado con cemitas. Y un día comencé a vomitar. Y vomité la comida y la cabeza y la cabeza y la cabeza y todas las cabezas que iban naciendo. Y también los ojos. Vomité mis ojos. Un día expulsé un bicho. Y luego un gusano. Y luego una cucaracha. Y luego un ratón. Y luego un conejo. Y luego un alien. Un alien grande que se convirtió en medusa. Entonces me quedé criándolos a todos. En la misma casa. En la misma habitación. Cociné para ellos. Los alimenté bien.
Una mañana me levanté y no estaban. Entonces me quedé sola. Y sin enojo. La verdad fue satisfactorio. Incluso dejé de escribir cosas en mi cuaderno de anotaciones. Los días pasaron plácidamente. Así hasta el de hoy, en el cual puedo admitir, sin miedo a equivocarme, que no me enojo. Que no tengo cabezas que reviven. Que no vomito cucarachas. Justo esta tarde entendí por qué (o por lo menos creo haberlo entendido). No hay enojo porque el enojo debe ser recíproco. No hay tristeza porque también debe ser recíproca. Y es que tan poco me interesan las personas, tan poco les intereso yo, que no vale la pena el desgaste que ya simplemente no existen esos sentimientos. No existen esas pasiones. El tiempo pasa demasiado rápido. Los baños vomitados se descargan en un santiamén. Las cabezas cada día se aburren más de salir. Simplemente, uno marcha pensando sólo en uno. En uno y los demonios de uno, que también cambian constantemente. Que también son volátiles. Que también se cansaron de estar, cada uno, reventando y vomitando.
Es más fácil así. Es más fácil olvidarse del otro. O por lo menos es más fácil simular que uno se olvida del otro. Es más fácil no tener esperanzas. Es más fácil tener una digestión regular. Es más fácil no tener la casa llena de invitados que te salen de adentro.
El egoísmo y la simplicidad son los sustitutos del enojo. Aquel enojo que al menos demostraba cierta interacción, cierto interés por las personas amadas (o no).  Supongo que ahora mismo, quizás producto de la escritura, de los recuerdos, quizás, pues pueda sentir que el corazón se me haya acelerado algo. Puedo sentir cierta penuria. Mas puedo permitirme esta pequeñísima recaída en la cual vuelvo a integrarme con los demás. Y sé que terminado este texto, que lo escribo con más resignación que placer, sé que terminando este texto, cerraré el archivo, prenderé un incienso, cantaré una canción y volveré a no sentir nada.
Entonces vendrá nuevamente la paz y la felicidad de mi soledad. Qué alegría. Sí, eso, Qué alegría. 


En fin, gracias por leerme. 

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Enjoy the silence o el llamado de Papá Pitufo


Será porque he estado leyendo sobre las utopías durante el Renacimiento. Ciudades perfectas. Individuos perfectos. Mundos perfectos. Oro para todos. Libertad. Tomás Moro flotando entre angelitos terrenales... A pesar de que estemos bien lejos de esa concepción típica del siglo XVI, yo continúo teniendo utopías: cosas fuera de la realidad y difíciles de realizar (al menos en los próximos días).
Por ejemplo, yo imagino frecuentemente que descubren una vacuna contra todo tipo de sentimientos. Y que la venden en las farmacias. Y que cuesta tres pesos con veinte centavos. Y que el líquido de la vacuna es transparente, como se te queda el alma luego de inyectarte. Como vivimos en un mudo muy variado y estamos en contra de los regímenes dictatoriales y totalitarios, pues la vacuna se la puede enterrar quien le venga en gana. No se trata de vivir forzados en una sociedad casi autómata, sino de que en la sociedad, la gente tenga la oportunidad y los medios para ser autómata. Y como existe una vacuna, pues existe también otra para hacer que vuelvas a sentir. Podrían preguntarse – como me pregunté yo – pero si te pones la vacuna y te vuelves alguien sin sentimientos, ¿acaso ya no estarás condicionado ante la idea de volver a sentir? Es decir, si ya no sientes, pues olvidarás que algún día sentiste, o más bien olvidarás lo que sentías cuando sentías y tampoco sentirás nada, recuerdes o no. Bueno, igual para eso hay solución. La vacuna tiene un efecto que va reduciéndose tras el paso de determinado tiempo. Empieza a ser menos efectiva. Pierde la potencia. Algo así como cuando se te están acabando los datos móviles, digo yo. Entonces ahí uno comenzará a recordar lo que implica sentir y  podrá decidir si quiere andar un tiempo muerto de pasión por ahí, o si desea volver a ser autómata. 
Otra utopía que tengo - está de más decirlo - es que, cuando yo quiera me pueda convertir en un unicornio. Pero uno así bien bonito. Y que también pueda volar y vomitar arcoíris. Como no me gusta el relinchar de los equinos, pues yo me comunicaría con mis amigos de cualquier especie, a través de un sonido bien perfecto, que como es perfecto, no puedo describir.
También me gustaría que hubiese un cigarro que no se gastara nunca y que tampoco enfermara. Y que todos en el mundo fumáramos esos cigarros, Y que todos bailáramos entre las nubes del humo de ese cigarro. Y que a todos se nos olvidara el paso del tiempo al ver que el cigarro no se acaba nunca. Algo así como una bacanal de smoke, sin que se revienten los pulmones.  Eso también estaría delicioso.
Mi último sueño utópico lleva persiguiéndome hace ya casi un mes. Creo que no logro olvidarlo o quitarme la obsesión porque de todos es el más realizable. Ocurrió así, de una manera inesperada. Les contaré. Andábamos regresando de Tepoztlán. De repente, el chico que manejaba pasa una canción que me gusta mucho y que de cierta forma había quedado abandonada en mi interior. Es una rola de Depeche Mode, llamada Enjoy the silence y que el video clip consiste en un hombre con capa y corona de rey, que escala hasta la cima de una colina, para allí, sentarse en una silla plegable y observarlo todo. Observar su reino. Ese video siempre me hizo pensar en la historia de Zaratustra a la inversa. En vez de bajar para darle las enseñanzas a los hombres, este rey subía para desde allí trasmitirle al universo las enseñanzas del nuevo humano. Todo eso lo recordé en los cuatro minutos y treinta y seis segundos que dura la canción. Además mis recuerdos se vieron interrumpidos porque el conductor – un chico que trabaja en Green Peace, había desmembrado cruelmente a una mantis religiosa, con el limpiaparabrisas. Y andaba ahí, casi llorando por lo que había ocurrido. Y bueno, mis recuerdos de revelaciones humanas quedaron diezmados ante el desespero del chico de Green Peace.
El punto es que llegué a casa y comencé a escuchar ininterrumpidamente esa canción y todas sus versiones. Así pasé una semana… La música continuaba sonando en mi cabeza. All I ever wanted All I ever needed is here, in my arms!!! Un día desperté emocionada, tras haber tenido un sueño impactante. Soñé que yo llevaba un programa radial. Y había una emisión que estaba dedicada completamente a esa canción y todas sus versiones. Y que entre versión y versión, yo hacía comentarios. Así me desperté y entonces pasé la mañana simulando que estaba en un programa de radio, con la canción. Los míos mexicanos me decían que estaba un poco loca y se reían. Pero yo no abandoné mi sueño. Y aunque no pudiese hacerlo realidad continué viviéndolo en mi cabeza. Pero la cosa no quedó ahí. Tras diez horas seguidas de escuchar la canción, ocurrió algo. En mi sueño radial, se comenzaron a filtrar imágenes relacionadas con las del video de la canción. Comencé a entrar en una especie de trance místico, donde ya yo sentía la niebla de la punta de la colina. Sentía al Zaratustra de Nietzsche volver a subir hasta la punta y desde allí predicar sus enseñanzas. Sentí el poder del universo dentro de mí. Pero Zaratustra necesitaba un rostro. Necesitaba un cuerpo. Necesitaba unos brazos para extender al universo y gritar In my arms!!!! Y, aún no sé por qué, el físico, la imagen que me vino a la cabeza fue la de Papá Pitufo. Papá Pitufo, con su capa. Papá Pitufo, escalando la colina. Papá pitufo, observando el horizonte. Papá Pitufo entendiendo que para gobernar en paz se necesita estar fuera del bullicio, fuera de la gente. Papá Pitufo comprendiendo que un rey sabio es aquel que tiene el tiempo para meditar no sólo lo que es bueno para  su pueblo, sino también para la naturaleza de ese pueblo. Papá Pitufo en la colina extendiendo sus manos mientras canta la canción de Depeche Mode y abajo, a lo lejos, todo el pueblo pitufo aclamándolo, recibiendo su sabiduría. Pero papá pitufo no escucha nada. Papá Pitufo sólo abre sus brazos, mira impávido al horizonte, respira y transmite su sabiduría ancestral.
¡Qué bonito!
Ojalá algún día se cumpla este sueño. Pero primero debo encontrar a Papá Pitufo. O a Zaratustra. Y Dios quiera y por lo menos Zaratustra sea enano para que pueda yo pintarlo de azul y que se parezca un poco a la imagen que me persigue. Creo que me sentiría muy feliz si eso ocurriera. Entonces la cosa quedaría así: Encuentro a Papá Pitufo para que se percate de cuál es su destino y lo emprenda. De lo contrario, encuentro a Zaratustra (que tiene que ser obligatoriamente enano), lo pinto de azul y le digo que vaya en busca de su destino. Todo esto acompañado de una capa, una corona y una silla plegable. Y tras llegar a la colina, tras disfrutar del silencio, tras revelarnos a todos el secreto del nuevo humano, pues yo, felizmente, haré un programa especial, donde cuente al mundo esta bonita historia. Donde explique a todos cómo fue el proceso místico de nuestro nuevo rey. Y finalizando mis palabras y el corte publicitario, sonará la canción. Una y otra vez. Enjoy the silence!!!!


En fin, gracias por leerme. 

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Post mínimo sobre el éxito y la percepción de un dealer

                                                 
   Artwork by; Kyle Thompson

Estaba  ayer en casa de un amigo. En algún momento, su dealer,  se acercó y me susurró: Tener éxito en la vida significa quedarse voluntariamente solo. Solo, solo, solito solo. Luego me miró y con una sonrisa que no pude definir, comentó que él pensaba que yo era una persona de éxito.

 - Ten un poco de hierba, para que “celebres” tu “éxito” – me dijo.
 -   Sí, para que “celebre” mi “éxito” -  le dije.

Después de eso no recuerdo mucho más. Hambre, dolor de panza. Quizás un poco de opresión en el pecho cada vez que recordaba la frase del dealer. Quizás un poco de opresión cuando pensaba en la voluntariedad.  Quizás sueño.

En fin, gracias por leerme

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El circo y la incertidumbre




No he ido al circo. Nunca. A lo que más se asemeja mi estancia en un lugar como ese es a una feria a la cual fui en un pueblo de mi país. Todas las calles estaban cerradas, dispuestas sólo a los pequeños locales que tenían mujeres sin cuerpo, hombres cerdos, personas con máscaras y una rueda que parecía la rueda de Satán. Estaba en un rincón oscuro. Un foco medio fundido lanzaba una luz intermitente. Cuando aquella cosa echaba a anda, sonaba un radio distorsionado con metal y yo dentro, junto con mi sobrina, dábamos vueltas y vueltas. Nos arañábamos la espalda con los hierros mal puestos. En aquel entonces – creo que tenía catorce años – yo me fascinaba por cada cosa que veía. Las personas  no me parecían las mismas. El exceso de cervezas, las máscaras sudadas, las casitas con gente deforme. Eso, eso me hacía vibrar.
Han pasado años y sigo recordando aquello como si fuese ayer. Siempre viene a mí una sensación rara. Una sensación como de perdición, de desasosiego, por no comprender lo que ocurría allí. Cada momento en el cual me he encontrado en una situación rara, pienso en un acordeón sonando y recuerdo los ojos de la mujer sin cuerpo. Y la colita del hombre puerco.
Algunos días soñaba con vivir en un lugar así, rodeada de esas personas poco comunes. Me gustaba lo poco común. Y me gustaba la sensación de extrañeza que me provocaban los enanos, los viejos sin dientes haciendo trucos de magia, los focos palpitantes.
Un día sin más, todo el tiempo comencé a sentir esa extrañeza, ese desasosiego. Lo comencé a sentir cada día que iba al colegio. Lo comencé a sentir ante cualquier tipo de situación amorosa. Lo comencé a sentir en mis amigos, en mi familia. Incluso en la comida. Cenas raras: un pulpo entero bañado en vinagre. Un grillo refrito con patas de cucaracha. Una sopa con almejas y babosas que flotaban aún medio vivas. Un pastel semi cocido de conejo con un huevo crudo dentro. Lo mismo con mis allegados. Todos deformes. Todos medio ocultos. Como mitad animales. Y mitad humanos. Ese sentimiento se ha ido acrecentando. Y en las redes se acrecienta más. Ahora mismo le he enviado a mi amiguita mexicana una imagen de dos cactus abrazándose y soltando corazones y la veo como a un cactus. Y me veo como un cactus. Un cactus flotando en una realidad que se me muestra desconocida. Entonces pienso en mi amiga con espinas. Y pienso en mí con espinas. Y me veo al espejo, sin reconocerme. Y la pienso sin reconocerla. Así con todos. Así todo el tiempo.
Esa incertidumbre ante la vida, que antes se reducía al espacio de la feria, esa incertidumbre me consume y me desajusta. Me hace sentir frágil. Un globo dando vueltas en la calle, sin saber huir de los carros. Un globo rojo, como los corazones de los cactus. Un globo que soy yo a punto de chocar con un cactus que también soy yo. Entonces comienzo a desconfiar. Y comienza la paranoia. La paranoia de que todos son falsos,  de que todos cambian a cada instante y por eso no pueden ser otra cosa que instantes inventados. Volátiles. Entonces quiero hacer una limpieza, una limpieza de mí y de todo aquello que se me presenta extraño, que me hace dudar. Pero no puedo. Porque lograr eso sería vencer a la naturaleza entera. Sería vencer al auto que está a punto de atropellarme cuando me siento un globo.
Uno tiene que  aprender a vivir en esa incertidumbre constante. En ese cambio desagradable. Uno tiene que aprender a vivir con el acordeón constante en la cabeza, con la mujer sin cuerpo y el enano que cada día se manifiestan. Uno debe aprender a disfrutar los instantes, a ser cómplice de esa incertidumbre. Uno tiene que. Pero es imposible. No se logra. O al menos yo no lo logro.
Porque la fascinación ante lo raro ya desapareció. Ahora se torna miedo. Palpitaciones. Desconfianza. Un huevo crudo dentro de un pastel.
Quiero irme de este circo misterioso.
O más bien, quiero sólo estar de paso. Una simple visita con té caliente y porcelana china.

En fin, gracias por leerme.

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El otoño es una bebida peligrosa


El otoño pasado el corazón me latía rápido. Rapidísimo.
Además tenía unas medias rotas. Negras. Cada viernes, o cada sábado, las usaba. Cuando regresaba a casa, las medias estaban aún más rotas. Yo me divertía, los domingos en la tarde, en darle un sentido a las figuras que se formaban a causa del deshilacho, a causa de la rotura. Se me rompen las medias, pero también se me rompe el corazón – solía decirme a mí misma cuando miraba por la ventana y las ruinas que ahí habían, me vomitaban un cielo nublado. También me ponía a pensar en las distintas maneras en que le late el corazón a uno. A mí, todo el otoño, como les dije, me latió muy fuerte. Pero el latido del viernes no era igual al del sábado, ni el del sábado era igual al del domingo, ni el del domingo era igual al del lunes. Señalo estos días porque son los importantes. De martes a jueves, las horas y los latidos se vuelven parte de una masa homogénea difícil de personalizar. Viernes porque todo acaba, sábado – domingo porque es el equivalente a andar varado en un aeropuerto, en tierra de nadie. Lunes porque todo comienza de nuevo. El resto del tiempo da igual. Como también dan igual el resto de los latidos.  
El otoño pasado México comenzó a penetrarme. Me endulzó los labios lentamente, se aprovechó de mi marcado snobismo, de mi desinterés por muchas cosas, y me enamoró. O al menos me enamoró lo suficiente para que el corazón me latiera rápido. O al menos me enamoró lo suficiente para querer devorármelo entero. O al menos me enamoró lo suficiente para hacerme creer que estaba muy enamorada. México y el otoño se llevan muy bien.
El otoño pasado fumaba como loca.  El humo, el corazón acelerado, el cielo vomitado y el enamoramiento eran sinónimos. No podía haber una cosa si no había la otra. También recuerdo que leía a Bataille y en sus desvaríos creé una especie de sociedad secreta, de cofradía, la cual sólo conocía e integré yo y mis lecturas.
De un viernes a un lunes del otoño pasado, nos quedamos en mi antigua casa sin agua, sin gas y sin luz. Entonces estudié en un café durante horas y horas. Casi desde que abría hasta que cerraba. La rabia me consumía por ese incidente, pero al final creo que eso sirvió como excusa para enamorarme más, para desvariar más con México y su sabor a bebida dulce.
El otoño pasado fue el inicio de una serie de transformaciones en mí. Transformaciones radicales, feas, duras, tristes, cansadas, decepcionantes, perdidas, desequilibradas. Encantadoras.
A lo mejor ando pensando en ello hoy porque, precisamente, este domingo el viento cambió. Silbó como mismo lo hizo hace un año. Silbido que no olvido. Que por mucho que quiera, no olvido. Y entonces, a pesar de que ahora no fumo tanto como solía hacerlo, ni utilizo las medias de la misma manera, a pesar de que me he vuelto un poco inmune a la bebida dulce que me enamoró, a pesar de todo, el corazón, así de la anda, me latió rápido, muy rápido.
Me latió tan duro que tuve que recostarme.
 Me latió tan duro que me nubló la vista.

En fin, gracias por leerme

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Sobre que estoy criando a una lechuga


Un chiste. Que acabo de inventar.
Dos personas conversan. Una le dice a la otra:
Persona uno: Oh, necesito dos copias de mi acta de nacimiento. Eso es un gran problema.
Persona dos: ¿Y por qué es un gran problema?
Persona uno: ¡Porque no he nacido!
Fin.
He reído mucho con esto. Mucho pero mucho. De hecho, lo pienso y continúo riendo. Lo escribo y continúo riendo. Lo vuelvo a pensar, con música de fondo, y continúo riendo. Qué risa me da reírme.
Ya. Nada más que decir sobre este asunto.
Lo otro.
He comenzado a criar a una lechuga. He cortado su tallo, cuando ya casi no quedaba nada y la he puesto dentro de un exprimidor de naranja, con un poco de agua. Es un experimento que vi hace unos días. Como me gustan los experimentos, pues decidí aventarme a esta delicada labor que es criar a un vegetal. Yo siempre he tenido cierta preferencia por las lechugas. Recuerdo que en una clase que recibí hace un año, discutía con mi profesor sobre la vida y cultura vegana. Él intentaba explicarnos la ética husserliana a partir de ese estilo de vida. Yo me molesté mucho porque, cuando pregunté por los derechos de existencia de las lechugas, me dijo que éstas no tenían tanto derecho como un animal. La verdad es que me ofendí. Creo en la igualdad humana (¿creo en la igualdad humana?) y por eso no entendía el por qué de su escasa y torpe respuesta. Desde ese día detesté más a los seres humanos, me dieron más deseos de degollar conejos vivos y desarrollé cierta compasión por las lechugas. Tiempo después, mírenme, criando a una. Decidí ponerla dentro de un exprimidor de naranjas para que comprendiera lo cruel que es la vida. El exprimidor de naranjas  viene siendo como un asesino sanguinario de naranjas. Así que mi lechuga crecerá sobre el equivalente a un cementerio nazi. O sobre un cementerio estalinista en la Siberia. O sobre un cementerio marino. Mi lechuga será muy culta, porque sabrá que El cementerio marino lo escribió Valéry.  Yo se lo comentaré.
Cada mañana me levanto y la saludo. Y la saco a tomar un poco de sol. Y luego la vuelvo a entrar porque si no se va a achicharrar. Le cambio el agua todos los días. Y cuando me voy a dormir, mentalmente le doy las buenas noches. Es una buena compañía, la lechuga. Debo reconocer que también he pensado sobre su futuro. ¿Cómo será? ¿Cómo se comportará? ¿Cómo asumirá su existencia? ¿Se molestará cuando sepa que me la comeré? También me preocupa su condición física. No quiero que sea una lechuga gorda. Explicaré por qué. Ayer conversaba con mi amiguita mexicana y ella me contó una situación que vivió un amigo. Yo me traumaticé. Resulta que este amigo de mi amiguita mexicana, una vez salió con una amiga. Esta amiga era muy gorda. Regorda. Gordísima. Entonces, en medio de la salida, se les antojó un hot dog. Aunque no tenían dinero, se aventaron a pedir unos en el carrito de venta. Cuando el vendedor les despachó los hot dogs, el amigo de mi amiguita mexicana, le gritó a  su amiga la gorda ¡¡CORRE GORDA, CORRE!! ¡Se iban a escapar con la comida, sin pagarla! El amigo de mi amiguita mexicana corrió bien rápido, pero la amiga gorda, obviamente, no era tan ágil y se retrasó. El fin de la historia fue que el vendedor corrió tras ellos dos y alcanzó a la gorda. Le quitó su celular y le dijo que, hasta que no pagara los dos hot dogs, no se lo devolvería. Triste historia. El amigo de mi amiguita mexicana, no volvió hacia atrás la cabeza. Sólo corrió y corrió hasta esconderse. No regresó a ayudar a la otra. Pobre gorda – pensé ayer. Pobre gorda – pensé hoy, cuando vi en la calle a una mujer bastante obesa comprarse cuatro dulces y una soda. La gordura, la gordura… ¡qué problema, la gordura! Imaginé que la foto de aquella gorda, amiga del amigo de mi amiguita mexicana, estaba pegada en el mostrador del lugar de los hot dogs, con un letrero abajo que dijera RATERA. Imaginé luego, la foto de mi lechuga en un lugar así. Si a ella le ocurriera eso, ¡juro que me muero!
El problema es que no sé cómo pudiese controlar yo, su peso corporal. De veras que no sé. Supuestamente debo terminar tres ensayos sobre Platón. Y leer unas cuantas cosas sobre Husserl (nuevamente). Pero no puedo dejar de pensar en qué hacer para que ella no engorde mucho. Siento gran alegría por criarla, pero a su vez me preocupo. Siento que no puedo controlarla. Siento que no puedo hacer nada para que esa lechuga sea como yo. Siento que soy una egoísta porque quiero que sea como yo, para al final comérmela. Siento que mi mente es retorcida y narcisista. Porque si quiero que la lechuga sea como yo, y me quiero comer a la lechuga, por tanto, quiero comerme a mí misma. ¿Por qué quiero comerme a mí misma? No sé, no sé. Debe ser porque me siento bien sabrosa, como Trista Tzara se sentía bien simpático. Y si me como algo (o a alguien) tan sabroso como yo, pues seré doblemente sabrosa. Quizás es esa la razón. Sí. Quizás. Esa. Quizás.
Ahora vuelvo a pensar en mi maravilloso chiste. A lo mejor, si logro que mi lechuga crea que, a pesar de que existe, no existe, pues no se interese mucho por las cosas de la vida y además no se sienta mal porque yo la vaya a comer. El punto es cómo lo logro. A ver qué filósofo me sirve para justificar mi argumento… a ver cuál. O tal vez resuelva el problema si no le hago un acta de nacimiento. Eso es lo que legitima que alguien está vivo, al menos a los ojos de la sociedad. ¿O no?
No sé para qué me metí en este embrollo. Si yo me conozco. Seré sabrosa, deliciosa, simpática, lo que sea, pero también sé que mi cabeza se complica mucho. Debería encerrarme en una gruta y dedicarme a leer a los taoístas. O a los órficos. O a Berkeley, que también me gusta. O a ver Gossip Girl… no sé.
Por el momento, creo que no le daré a mi lechuga, un regalo que le compré: una cintita azul para adornar su casa exprimidor de naranjas. Es mejor que no se ilusione. Que no crea que recibirá muchos regalos por el resto de su vida. Es mejor que no se ilusione con el hecho de que tendrá una vida.
Qué egoísta soy.
En fin, gracias por leerme.






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Para un cubano, pedir una visa es como vivir una película romántica. Sin final feliz


La verdad es que yo no sé si me reconozco como cubana. O sea, es muy divertido (más que otra cosa), contraponerte a los demás cuando vives fuera de tu país de origen. Es entretenido ver cómo las personas, digan lo que digan, estamos marcados por costumbres, por hábitos, que la mayoría de las veces se cifran por tu contorno específico. La circunstancia de Ortega y Gasset, esa que tanto cito porque me cae bien, se pone una vez más de manifiesto. Entonces, ser extranjero siempre hace que todas las diferencias se resalten más, se agudicen más. Y a su vez, ese efecto hace que muchas veces el extranjero se sienta como elefante en urna de cristal. Diferente. ¿Qué es lo que hace que  esto se pase por alto? Pues que todos salimos de ese señor llamado Adán y de su mujer malcriada (supongo). En esencia somos iguales, igualitísimos, pero cuando nos insertan en las circunstancias, uyyy, ahí sí que cambiamos. Nos transformamos. Vuelvo al inicio, yo no sé si me reconozco totalmente como cubana. Más bien me gusta decir que soy una ciudadana del mundo, como una vez me dijo una amiguita catalana. Me considero ciudadana del mundo no sólo porque ya haya dado algunas vueltas. Eso es lo de menos. Más bien ese sentimiento aflora en mí desde que soy niña. Porque todo aquel que tiene un mundo interior muy rico, todo aquel que crea historias y se las llega a creer hasta confundirse, no puede pertenecer a ningún lugar. O por lo menos no puede pertenecer permanentemente a ningún lugar. En ese extranjerismo, a lo Camus, vivo yo habitualmente.
No obstante hay hechos que indiscutiblemente hacen que uno salga un poco de su “mundo” particular, y caiga de cabeza en ese moldeado por la circunstancia.
He pensado en esto porque hace unos días, andaba yo, como gato con seis patas, haciendo papeles y papeles para irme a España por cuestiones académicas. Y a pesar de tener todos los requisitos, a pesar de pasar dos días en colas y colas, a pesar de que ya fui y regresé de España y de otros países más, a pesar de que incluso vivo en el segundo país ideal para un cubano (por el hecho de que puedo cruzar la frontera e irme al país “feroz y brutal”), a pesar de todo, me dijeron que no. Eso lo pasé por alto, la verdad. Fue darme la negativa y olvidarlo tras una comida enorme en un bufet chino. Pero luego, conversando con otros amigos – cubanos – con un historial de negativas bien extenso, todo este asunto comenzó, digamos, a inquietarme. Comencé a recordar todas los “denegados”, que he vivido a través de otros. Otros cubanos y otros no cubanos. Y la diferencia que pude encontrar entre los cubanos y los no- cubanos fue la siguiente: una fractura enorme en el ego, en el orgullo. Porque, los lamentos por no poder ver a un ser querido en otro lugar, por no poder conocer, etc., ese es igual en todas partes. Lo particular con los cubanos siempre es que hagas lo que hagas, tengas lo que tengas, la respuesta, en casi todos los casos, será NO. Y cuando a uno, sin pensarlo, sin analizarlo, sin tomar en cuenta una serie de factores, sin tener en cuenta nada más que no sea la nacionalidad, le dicen NO, pues se siente como niño a quien le niegan algo sin explicación. Si bien esto es soportable durante un período determinado, vivirlo toda la vida, causa que una pregunta se repita y se repita: ¿por qué razón NO? Respuestas hay muchas: el bloqueo, o que somos posibles emigrantes, o que no tenemos casi nunca los recursos suficientes. Mas ese tipo de respuestas ya se vedan tras una vida entera de NO, NO y NO. Y es que en nuestro país vivimos bajo ese lema. NO es posible hacer eso. No es posible hacer lo otro. NO, NO y NO. Entonces ya ese hecho tan normal que es recibir una negativa, se vuelve en los cubanos, una especie rencor, de impotencia ante no poder entender por qué NO. ¿Qué hay en mí para que la respuesta que siempre deba esperar sea negativa? Ese mismo hecho, supongo, es el que hace que nuestro orgullo propio se acreciente, que nuestro ego se extralimite. Porque tanta negación de cosas hace que se piense más sobre uno mismo, sobre sus virtudes, sobre lo bueno que habita en uno. Entonces, a pesar de que sabemos de antemano la respuesta a casi todas nuestras peticiones, a pesar de que estamos acostumbrados, esa parte narcisista se crece aún más y entra en conflicto. Por eso la frustración, que ligada a todas las demás que son generales para todos, se torna insoportable. Obstinante. Reflexionando sobre esto, no podía dejar de visualizarme (o visualizarnos a todos los de la isla), como en un filme romántico, de esos que se ven los sábados en la noche. Donde todo parece ir bien, donde el protagonista se esfuerza sobrehumanamente, pero al final, lo rechazan y uno se queda preguntándose por qué. Digo película de sábado en la noche porque los domingos corresponde ver comedias, o románticas con final feliz, que alegran la tarde, que provocan una satisfacción interna por los logros del otro, que dan las fuerzas para el lunes comenzar de nuevo.
Creo que esa es la razón por la que todas las instituciones, que son las que más niegan, están cerradas los domingos. Es una estrategia gubernamental de respeto hacia el domingo, porque ese es el día en que se puede tener esperanzas de que las cosas cambien, de que haya final feliz. De esa forma, se puede descansar bien el séptimo día de la semana y así tener un mejor rendimiento en la sociedad, que aparentemente, debe ser feliz. Debe estar llena de esperanzas.

En fin, gracias por leerme. 

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La lógica del autolike


La lógica del autolike
Quizás sea porque vengo de un país donde ahora es que se comienzan a utilizar las redes sociales. Quizás sea porque mi interacción con el mundo virtual se remonta a no más de dos años. O quizás sea porque tengo una mente muy estructurada y lógica. El punto es que ayer, recién levantada, me llevé una gran sorpresa. Estaba yo así, bien traquilita, despertando, feliz por el sonido de los pajarillos. Feliz porque el sol salió como todos los días (al menos aquí en México). Feliz porque era sábado. Y me gustan los sábados. Amo los sábados. ¡Que vivan por siempre los sábados y la reina de España y también Luis XIV, en su tumba! De repente mi felicidad y tranquilidad se vio turbada por un fenómeno al parecer muy importante: el autolike. O sea, que tomo un celular ajeno y se me ocurre darle “like” a una publicación que esa personita había subido. Entonces sentí un grito: NOOO. Y yo QUÉEEE!!! Y esa personita AHHHH. Y yo OHHHH. Luego de los sonidos onomatopéyicos, pregunto qué ocurre. - ¿Cómo vas a dar like a algo que yo puse? Lo primero que hice fue disculparme pero acto seguido pregunté por qué. - Es que eso se ve mal. Dar like a algo que uno mismo haya publicado. Y yo volví a preguntar por qué. - Porque eso no tiene sentido. Y vuelvo a preguntar por qué. - Porque el autolike es lo peor que hay. Y como podrán imaginar, volví a preguntar por qué. - Porque si lo subo es lógico que me gusta. Ahí mismo mi cerebro comenzó a trabarse, a bloquearse, a soltar chispas. -Pero sigo sin entender. Yo siempre me doy like a publicaciones que subo y que me gustan. Porque todo lo que subo, no necesariamente me agrada. – A ver, vamos a preguntar a otra persona. Acto seguido hicimos la pregunta a otra personita que estaba aquí. Y esa personita gritó: NOOO. Y yo QUÉÉÉ!!! Y la otra personita AHHH. Y yo OHHHH. Las dos personitas se miraron. Yo miré a las dos personitas. - Es que darse like a uno mismo se ve mal. - Eso mismo le dije yo a ella, personita número dos. Yo seguía en las mismas, sin entender la lógica del asunto. A ver chicos – exclamé – ¿quién ha dicho que porque yo suba una cosa significa que me gusta? Si yo subo una noticia sobre un terremoto, quiere decir que me interesa esa noticia pero no que me guste. Si yo subo una foto de un pastel de chocolate, pues la subo y además es algo que me gusta. Así que le doy like. Si subo a mi muro una foto mía en el Pacífico, frente al mar, pues me gusta. Y si subo el video de un chino bailarín que recién ha ganado un premio muy importante, pues a pesar de que lo comparto con otros, no me gusta. Entonces no le doy like. Ellos me miraron como si lo que yo dijera no tuviese mucho sentido. Yo los miré a ellos como si lo que ellos dijeran no tuviese mucho sentido. Los pajarillos nos miraron como si lo que ninguno de los tres dijera tuviese mucho sentido. Yo entiendo que los pajarillos nos puedan mirar así porque los pajarillos hablan idioma pájaro y no español. Entonces es comprensible que no entiendan nada. Pero entre nosotros tres, personas que hablamos el mismo idioma, personas que casi tenemos los mismos referentes culturales e intelectuales, pues no logro comprender la incomprensión. Monique – me dijeron – no es normal. No se ve bien en las redes – dijo la personita número dos. Es que incumples la dinámica de las redes sociales, de interactuar con los otros. Si te das autolije no estás interactuando con los otros. Yo, una vez más pregunté por qué. En mi cabeza, en primer lugar, que subas una cosa a Facebook no implica necesariamente que te guste, quizás sí que te interese mas no que te guste. Además – continué diciendo- que yo me dé un autolike no significa que se fracture mi interacción con los otros. Porque den like los demás o no, ellos están viendo. Siempre ven todo. Siempre espían. El ser humano es chismoso. Es morboso, le gusta saber sobre los otros. Y Facebook se hizo para complacer a eos seres humanos. Es como la matrona de un burdel holandés que pone a tu disposición una serie de personas que puedes fisgonear y si te atraen, pues las contactas, te haces parte de algunos de sus momentos, hacen que chorree tu boca y te dan la oportunidad de que le des like. De que te guste.  Sin contar que esa misma red social te da la posibilidad de que puedas subir cosas a tu muro y que sólo tú las veas. Ergo, tú solamente puedas dar like. Las dos personitas continuaron insultadas. Y como suele pasar entre amantes de la lectura, buscamos un artículo sobre el tema. Cuando comenzamos a leerlo, mi cerebro, una vez más quería comenzar a echar chispas. En el texto decía que una persona que se da un autolike tiene problemas de personalidad, de identidad y que se asemeja un niño que juega con su amigo imaginario. Las dos personitas se murieron de risa. Pero a mí eso no me hizo ni la más mínima gracia. Porque yo no tengo problemas de personalidad ni de identidad. Y para colmo nunca hablé con un amigo imaginario. Cuando más, hablo con mi conejo en la pared, con mi pony y con mi unicornio. Pero esos no son amigos imaginarios, esas son mis mascotas. Es diferente. Y yo jamás anduve por ahí hablando con ningún Pedrito, ni Matilde, ni Carlos. A mí nunca me gustaron  las personas ni los amigos. Así que no podía auto-reconocerme en ese comentario que según, describía un padecimiento psicológico que yo tenía.  Ellos continuaron riéndose. La verdad sigo sin entender por qué. Luego se fueron y yo me quedé sola. Pensando en ese asunto. Como suelo hacer, me senté en la banca de mi cocina, observé fijamente a mi conejo y fumé.
Ya tuve muchos problemas con eso de los emoticones. Y aunque ha pasado cierto tiempo sigo sin entender esos códigos. También tuve problemas con los mensajes que se dejan en leídos. Yo veo que a todos les insulta que los dejen en leídos y no respondan. Es lo peor que puede pasar. Yo lo veo como algo bueno. O sea… ¡la persona a la que le mandé el mensaje me leyó! ¡Listo! Eso es lo importante. Me responderá cuando quiera. Malo que no me lea nunca, pienso yo. De igual forma he comenzado a tener problemas con otra serie de emoticones que no son dibujos sino letras. Es decir, alguien me escribe y me envía esto: XD. Para mí, eso es una X y una D. Y lo que se me ocurre es responder con una: YE, para seguir la lógica. Después de la X viene la Y y después de la D viene la E. Entonces a XY le sigue YE. Pero yo estaba errada. La XD es una carita con una sonrisa muy grande. Yo pensé que mi comprensión de las redes iba a terminar con esos asuntos, pero no. Ahora viene lo del autolike. Y que necesariamente lo que yo suba en mi muro tiene que interesarme y me tiene que gustar. Si no lo hago, pues tengo trastornos de personalidad y soy una niña con amigo imaginario. Yo quisiera saber qué lógica sigue eso – le dije a mi conejo. Porque la verdad no tiene ninguna. Obviamente, mi conejo que es un conejo muy ilustrado y que como siempre está dibujado en la pared, tiene mucho tiempo para reflexionar, pues me dio la razón. Tantos siglos de lógica formal, de razonamientos para esto, conejo… ¡Qué desperdicio la humanidad!
Yo quisiera saber qué pasaría si Obama, por ejemplo, que seguro se ha dado un autolike alguna vez, leyera eso. A ver quién le dirá esquizofrénico a un presidente. Imaginé que yo le escribía una carta a Obama y le comentaba eso. Luego Obama se insultaba tanto como yo y mandaba a detener a la señora que redactó el texto. Lugo yo iba a visitarla a la prisión y le decía: ¿sabes qué? ¡La razón por la que estás en este lugar soy yo! ¡JAJAJAJA! Fue lindo imaginar eso, pero desgraciadamente si le escribo una carta a Obama, él no me responderá.
Seguí pensando en el autolike.
Incluso es positivo como promoción. Porque si le doy like a un post viejo, automáticamente se activa y más personas lo ven y (supuestamente) lo leen. Así que como estrategia comercial está bien buena la idea de darse un automegusta. Pero no, esas dos personitas continúan clavadas en su idea de que eso se ve mal. Que no tiene sentido. Que es deprimente. Y que muestra problemas de personalidad.
Yo, la verdad me siento muy sola en este mundo. Y a pesar de que no estoy de acuerdo con lo que piensan, sé que quizás puedan tener razón en la dinámica irrespetuosa de la lógica en la que nos movemos. ¡Oh Dios, oh Dios, qué problema! Yo asocio subir cosas a Facebook a hablar. ¿Quiere decir esto que me debe gustar todo lo que digo? Y me pregunto, ¿a la vez, no es una expresión incluso más narcisista, más ególatra, más deprimente esta, que elegir qué me gusta y qué no, a pesar de lo diga? ¡Así no avanza el conocimiento! Ahora tengo miedo subir cosas. Incluso tengo miedo subir esto. Pues mis instintos dicen que debo dar like (porque me gusta), pero tampoco quiero ir por la vida pareciendo una chica que habla con un tal Carlitos a quien nadie ve. Porque las redes, como bien ya he dicho, son ahora la vida. La vida real. Entonces imagínense… Mejor me pongo a leer a Maquiavelo. O a Levinas. O a Platón, que obviamente no requieren un análisis tan profundo como el de reflexionar acerca del autolike, pero bueno, así disimulo un poco mi inconformidad con la lógica actual. Y oculto mi supuesta esquizofrenia.

En fin, gracias por leerme.





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Vivir entre círculos cuadrados


Estando aquí. Estando allá. Comunicándome con aquellos a quienes quiero de maneras insólitas. Esperando sus respuestas. Canalizando el extrañar. Canalizando las alegrías. Canalizando los dolores en el abdomen. Canalizando los deseos de verlos. Pero aun así se sobrevive, porque siempre está la esperanza. La esperanza que imaginamos. Entonces cierro los ojos. Y puedo verlos a todos. Y puedo reír con todos. Y puedo decirles adiós sin temer a las despedidas.
De esa forma pasan los días. Pasa uno, pasa otro. Luego otro. Y se continúa viviendo a través de lo imaginado. De la esperanza imaginada. Por eso me da igual la realidad. Me dan igual los “hechos reales”. En mi cabeza el tiempo corre diferente. El espacio no se fractura. No existen los sitios en lugares determinados. Puedo conversar con mi sobrina sentadas ambas sobre un caracol verde. Puedo gritarle a mis amigas dentro de una taza de té. Puedo pedirle favores a mi familia a cualquier hora del día. Los domingos dejan de ser domingos si quiero. Puedo escuchar música sabatina por entre las tuberías de mi departamento. Puedo, con huevos podridos crear historias y cocinar delicias. Si Husserl dice que un círculo cuadrado puede existir desde el momento en que puedo pensar en él, pues entonces todo lo que está dando vueltas dentro de mí puede ser tan real como la Avenida Juárez. Como la Rampa. Como George Street. Así que para mí, la esperanza no es aquella ensoñación, aquel deseo de que algo se cumpla. La esperanza es lo que esperamos y se cumple en el instante en que yo quiero que se cumpla. D la forma en que yo quiera. Y con quien yo quiera. Espera diferente porque la imagino: rápida, sin prolongaciones.
Por suerte esa tendencia que tengo (o tenemos todos), a vivir hacia adentro, no se extingue de ninguna manera. No pasa como con los cigarros. Puedo irme de un lado a otro sin limitarme, sin gastarme. La piel no se consume. Los ojos no desaparecen. La lengua sigue igual de húmeda. Pase lo que pase.
En fin, gracias por leerme.

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Maldito Perri que no se muere


Hoy pasé la mañana con el maravilloso pensamiento de que el perro de mis vecinos se había muerto. Debo reconocer que la alegría me consumía. Es difícil que yo esté muy de buen humor los domingos. Pero un hecho como ese es una de las pocas cosas que me puede sacar una sonrisa el séptimo día de la semana. Asumí que estaba muerto porque hace día no siento a sus dueños. Creo que salieron. O se han ido de acampada. O a otra ciudad. También llegué a pensar que estaban en casa de la mamá de ella, mi vecina, porque el bebé que recién tuvieron se había enfermado. O también pensé que quizás el bebé estaba grave en el hospital, o que se había muerto y andaban de luto en algún lugar tropical, para olvidar las penas. No sé… es que no lo he sentido. Y los bebés se sienten. Y mucho. Entonces, ese perro, llamado Perri, lleva días solo en el patio, sin poder entrar a la casa, lleno hasta la médula de sus propios excrementos y además, mordisqueando una botella de cloro vacía.
Si el perro estaba muerto – pensaba yo – pues ya tendría que llamar a la encargada del edificio para que localizara a mis vecinos y se ocuparan de ese desmadre. O si no, esperar, esperar pacientemente a que regresaran y se encontraran con ese regalo, medio putrefacto y lleno de moscas, excremento y residuos de cloro.
Pensé que estaba muerto porque, cuando me levanté, fui directo a la ventana. Lo vi ahí, echado sin moverse, con un montón de insectos a su alrededor. Tiré un poco de ceniza del cigarro que fumaba, a ver si se movía. Pero nada. Adiós al ruido, a la bulla, a la peste que sube y me inunda: peste de la ciudad, peste de las cañerías y peste del perro, todo impregnado en mi ropa. Ahora todo estaría limpio. Ropa con olor a suavizante. Pulcritud.
Pero no.
Tras un shhhhh, el perro brincó y me observó. Comenzó a ladrar. Ya mi sonrisa se borró. El domingo volvió a ser lo de siempre. Me puse a pensar en lo resistente que es ese animal. Cuando llovía cenizas, aquí en Puebla, también lo dejaron fuera. Y también tuve la esperanza de que se muriera. Y también sonreí. Maléficamente. Pero nada. Soportó lo que yo no pude, que por tragar un poco de polvo volcánico, estuve dos semanas tosiendo sin parar. Pinche perro – pensé en aquel entonces y hoy. Luego de terminar de fumar y con la decepción a flor de piel, me puse a desayunar. Tras cuatro cigarros y una vitamina, terminé corriendo al baño a vomitar lo que había comido, lo que había fumado, lo que había tomado. Luego, mientras escribía, me enganché un anzuelo que tengo en la muñeca, a la ropa que traía puesta. Y para rematar, me quemé. Con el quinto cigarro me marqué el muslo izquierdo (siempre el izquierdo porque soy comunista… o sea…) Luego de esas pequeñas cosas, y porque soy pequeña, me puse a reflexionar pequeñamente. Estoy sorprendida por la resistencia o fragilidad. La resistencia o fragilidad de ciertas cosas, de ciertos objetos, de ciertas personas. La corporalidad, la corporalidad que es tan frágil. Lo corpóreo que por ser corpóreo ya está expuesto a una vulnerabilidad tan grande, tan deprimente.
Imaginé que me dejaban sola una semana, encerrada en un patio, llena de excrementos y con sólo una botella de cloro. Imaginé cuánto duraría en esas condiciones. Menos que Perri, seguramente. Intenté pensarme abriendo la boca y sacando la lengua como gorrión,  tomándome el agua de lluvia. Intenté pensarme cayéndole atrás a una rata, una cucaracha, un insecto, lo que fuera, para comer. Intenté pensarme mordisqueando una botella de cloro vacía, a mí que como saben, me gusta tanto el cloro. Probé a morder la mía, pero mis dientes ni lograron mancillar la botella. Intenté convertirme en perro. Cerré los ojos y pensé que me salían pelos como los de Perri. Y orejas como las de Perri. Y dientes como los de Perri. Porque, a ver, uno no sabe qué pueda pasarle en la vida, y más cuando uno está solo, o medio solo. Así que mejor aprender a sobrevivir en esa calamidad durante una semana. Digo, por si acaso. Mi amiga colombiana muchas veces se imagina sin un brazo. O más bien imagina que su brazo no es parte de ella. Aunque para ésta, dicha idea se mueve en un plano más metafórico, más existencial, yo lo interpreto  como aprender a vivir sin partes de uno, o más bien aprender a vivir dejando de ser lo que uno piensa que es: algo con dos brazos, algo con dos piernas, algo con un tórax, algo que no aguanta una semana encerrado en un patio sin comida. Pero eso para mí es imposible.  Creo que tengo el cerebro demasiado limitado. O soy un objeto demasiado vulnerable, como una taza. Todo está en tu cabeza, Monique – me dije. Lo único que debes hacer es dejar de pensar en ti como un algo que se rompe y verte como… no sé… como Perri. Tener el cerebro más abierto, más resistente. Y en serio lo voy a intentar. Voy a empezar por ladrar. Ladrar todo el tiempo. A ver si me olvido de hablar. Eso sería un buen comienzo. Ladrar hacia afuera para luego ladrar hacia adentro. Y es que en el fondo, lo que me altera es saber que un perro puede ser más resistente que yo. Que un perro no se preocupa tanto por mi vida como me preocupo yo por la de él. Que un perro no mira hacia arriba para saber lo que hago, como siempre ando yo mirando hacia abajo. Que un perro ni le va ni le viene que yo me muera. Que ese perro es como una estrella de cine y yo no más soy muy ególatra. Maldito Perri.
Voy a ladrar.
 Jau jau jau jau jau jau. Jau jau jau. Jau. Jau jau.

En fin, gracias por leerme. 

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Sobre Fidel, el papá de todos los cubanos y sus enseñanzas.

Ayer hablaba con alguien muy querido de mi tierra. En algún momento de nuestras extensas divagaciones telefónicas, le dije, - Oye, ¿ya felicitaste a tu papá por su cumpleaños? Ella me respondió – Yo no tengo papá. Mi papá está muerto. – ¡ Pero cómo dices eso!- exclamé. ¡Todos, absolutamente todos los cubanos tenemos mínimo dos padres! Uno, nuestro papá biológico. Y el otro, obviamente, es nuestro querido comandante. Quien nos dio la libertad. Quien nos dio escuela. Quien nos dio trabajo. Quien nos enseñó a pensar. – Pero el que nos enseñó a pensar fue  José Martí , Monique. Te has equivocado de fecha. – A ver, a ver, le dije, Martí sí, cierto. Pero Martí, quien nos enseñó a pensar, más bien es como un tío cercano que  nos inculca un par de ideas interesantes que nos definen a lo largo de nuestra vida. Pero nuestro papá, el papá en común que tenemos todos, no es él. Tú sabes muy bien a quién me refiero es. – ¡Ay niña, por Dios!  Pero ese no es mi progenitor. – Mmmmmm –  refunfuñé. ¿Cómo reniegas así de tu padre? ¡Ese es el hombre más importante de nuestras vidas! Es decir, mi papá, el que puso los espermatozoides es importante, pero es que el papá de mi papá, y el de mi abuelo, es mi papá también. Y si mi padre, el del espermatozoide pudo contribuir a mi nacimiento, fue porque ese otro papá, el más importante lo permitió. Además, él hizo que todos nosotros fuéramos personas. Antes, antes no éramos nada. O sí. Éramos como perritos hambrientos, o como monitos irracionales. Luego, gracias a sus  conocimientos y su ayuda, pues evolucionamos y nos convertimos en seres humanos, y no sólo seres humanos,  ¡también en hombres de bien! Tenemos que agradecerle no ser monos de feria, al servicio del Capitalismo brutal, del Capitalismo feo. Del Capitalismo con ropa bonita pero sin virtudes, sin respeto. O sea yo no puedo respetar a un señor presidente que se vaya a nuestro país a participar en un show humorístico televisivo y que luego salga dando un discurso sobre limar asperezas y ser amiguitos. Yo no quiero ser amiguita de una persona así. Yo quiero ser amiga de alguien con templanza, de alguien excepcional. Y sobre todo, yo quiero ser la best friend de alguien a quien le dediquen canciones de la mejor calidad en cada uno de sus cumpleaños. Canciones que salen del corazón, canciones del alma. Es más chic tener un amigo así. Un hombre que inspira, que hace aflorar las dotes artísticas de un país entero. Y eso, que recuerde, en los últimos setenta años, sólo lo han logrado con ese nivel de devoción, dos presidentes: Hitler y nuestro papá. Eso es admirable. Y aún así, nuestro papá tenía una ventaja. – ¿Cuál?- me dice mi amiga. Pues que era bien guapo. Y ya Nietzsche lo dijo: la gente fea no logra nada en la vida. Hitler estaba feo, pero Dios lo ayudó un poco precisamente porque vio que era tan feo y chiquito que le dio la oportunidad de experimentar qué era la grandeza. Pero a nuestro papá, Dios sí no lo ayudó. ¡A él no lo ayudó nadie!
No sé por qué razón, continué hablando como papagayo sobre las proezas de mi padre el comandante. Y es que yo siento una incontrolable devoción por ese hombre. Gracias a él no sólo me convertí en persona, sino que he aprendido muchas lecciones de vida. Lecciones que muchos malagradecidos pasan por alto. Gente que debería eliminarse por no tener la capacidad de entender lo bueno que es y ha sido siempre. Un poco duro, la verdad, pero como mismo se comportaba ese, mi amigo Dios, en el Viejo Testamento, así mismo se comporta mi papá. Nos aprieta un poquito, pero todo por nuestro bien. Así que, continuando con mi monólogo, comencé a enumerar algunas de las cosas que él me ayudó a enfrentar y entender.
Primeramente – le dije a mi amiga - él me enseñó a que uno debe vivir en un país donde la medicina debe ser gratis. Imagínate vivir sin eso. Y más en nuestra isla. Imagina vivir sin calmantes o sin medicamentos para controlar el hambre o controlar la ansiedad. Si no hubiese aprendido con él la importancia de una pastilla para soportar ciertas cosas, ciertas carencias, ciertas insatisfacciones, pues ahora no podría vivir donde vivo, donde hay que calmarse sí o sí. También me enseñó a que en un país, el ron debe ser barato. Digo, por si faltan las pastillas, poder controlar la ansiedad con el alcohol, ese que hace que todo se vea más bonito. Por esa razón es que nuestro país y nuestro sistema es una maravilla, es muy lindo, es perfecto, el paraíso y estos lugares capitalistas son feos. Y es que aquí las bebidas alcohólicas y los medicamentos son muy caros, entonces no tenemos la bendita oportunidad de apreciar la belleza tal y como es. Me enseñó también a vivir separada de las personas que más quiero. Y a entender que no es necesario convivir con ellos, que no es necesario atenderlos. Me forzó a mí y a muchos a buscar nuevos horizontes y no mirar atrás, a no ser que mi mirada se volcara hacia al pasado tras unos cuantas copitas de vino. ¡Eso no lo enseña ningún presidente! Pues uno se separa de la familia por razones muy banales, muy poco filosóficas. Pero en nuestro país, nos separamos por temas abstractos: porque hay que hacerlo, porque sí.. Porque es la única salida. También por una cuestión de solidaridad. O sea, somos una isla bloqueada por el horrendo Estados Unidos. Por esa razón, los medicamentos y el alcohol pueden faltar si somos demasiados. ¿Y cómo uno vive sin pastillas y sin alcohol allá? Entonces, los que podemos, nos vamos para que esos, que siguen allá, puedan tener acceso a aquello que los hará sobrevivir y ver bien bonita su realidad. Eso es tener un espíritu altruista, que sólo ha logrado él que un pueblo entero tenga. Por eso todos nos queremos ir. No por razones personales, sino porque así ayudamos al otro. Nos convirtió en seres extremadamente solidarios. Me enseñó igual a tener una visión de la vida totalmente proyectada a disfrutar cada momento y no pensar en el futuro. Ese es el caso de mi papá, el del espermatozoide. Que toda su vida la dedicó a ayudar a mi otro papá, el comandante, sin pensar en un futuro tranquilo y plácido. Sin pensar en hacer del mundo un lugar mejor. No. Más bien lo preparó para entregárselo todo y que luego en su vejez, éste mi papá biológico, se contentara con recordar. Recordar y recordar. Lo enseñó a olvidarse de su situación actual. Así, mi padre no conoce la depresión porque vive entre recuerdos y cuando va a a pensar en la actualidad, pues ahí mi papá el comandante le proporciona los calmantes o el alcohol y de nuevo la vida vuelve a ser bella. Me enseñó igual a que incluso en sistemas socialistas, las personas tienen un momento de caducidad. Y cuando no son factibles, no son útiles, pues se desechan: ya sea que deban desaparecer, que los encarcelen, o que anulen sus vidas. Eso está muy bien. En la República, Sócrates y sus amigos también querían hacer lo mismo. ¡Qué inteligente y culto mi padre el comandante, que leyó a los clásicos griegos! Otra cosa importante es que me hizo encontrar mi vocación. Tengo un blog donde hablo sobre mí y las cosas que me ocurren. Eso es algo que se estila muchísimo en todas partes. Mas, como crecí en esa isla donde no teníamos acceso a las cosas banales de la vida, donde no habían ni Reallities, ni Kardashians, ni nada de eso, pues yo aprendí a hablar sobre mí, a redactar sobre mí, gracias a sus discursos de ocho horas y sus deliciosas reflexiones compiladas en libros, lanzadas en los periódicos. Yo soy ególatra gracias a mi papá el comandante, quien también lo es. ¿Comprendes? – Sí, sí, comprendo – respondió mi amiga. Y supongo que lo otro que me enseñó, pero que aún no logro implementar, es de cómo hacer que millones de personas me amen. Rectifico, que millones de personas que no entienden mucho de redes sociales, me amen sin necesidad de dar un like o seguirme en Twitter. Eso, eso, amiga mía, es algo sublime.  Se relaciona igual con la bendición que es tener medicina gratis y alcohol barato: porque si la cosas se ponen feas, si siento que mis admiradores me detestan, pues les doy la pastilla o el trago y vuelven a amarme. ¡Lindísimo! Las otras implicaciones positivas que tiene vivir en un país con esas necesidades básicas cubiertas, pues no son necesarias exponerlas, porque todos sabemos lo importante que es no tener que pagar operaciones, o medicamentos. También sobra hablar de la educación, gratis igual. Nada se compara con estudiar gratis, tener una carrera gratis. ¿Que tengamos que pagarla cumpliendo un servicio social obligatorio durante tres años? ¿Que si no lo hacemos nos invalidan nuestro título o certificado de estudios? ¿Que luego no sirvan esos estudios para prácticamente nada en mi país porque pierdes el derecho a ejercerlos? Eso es secundario. Lo importante es el estudio con dos objetivos: para aprender y para ponerlos de manifiesto luego en nuestra isla... si nos dan permiso.
Mi amiga, que nunca había pensado en estas cosas desde dicha perspectiva, se sintió culpable de haber rechazado al principio, la idea de que nuestro comandante es la persona más importante de nuestras vidas, nuestro papá. Recordó entonces lo imprescindibles que habían sido esas cosas cuando vivía en Cuba. Entendió también, filosóficamente hablando por qué había dejado a su hijo, a su madre, a sus hermanas, a su perra, su casa, su vida, su departamento, en pos de emigrar a un país donde está sola y sus días pasan entre el súper y su trabajo. Entendió de dónde provenía esa fuerza de carácter que hizo que pudiese soportar todo eso.  Entonces, como donde vive ahora las pastillas no son baratas, pero en cierta formas, sí el alcohol, la exhorté a que se comprara una botella de licor y brindara a la salud del noventa cumpleaños de nuestro padre. Creo que lo hizo, pues no supe de ella en el resto del día.
 Por mi parte, yo al principio no quería hacerlo, para ahorrar un poco y no malgastar. Pero luego pensé en todas las enseñanzas de mi papá el comandante, en la vida que me ha hecho llevar, en la vida de mi padre, el de los espermatozoides, en la de los amigos que fueron inservibles y los desaparecieron para que no contagiaran al resto, en los estudios, en el calor, en la separación… Entonces me fui directo al mercado, compré una botella de añejo, me serví un trago, luego otro y otro y otro. Y ya bien contenta, bien feliz, bien agradecida, me inspiré e intenté componer una canción en su honor. Empezaba diciendo, Felicidades papá en tu día.

En fin, gracias por leerme. 

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Una vidente, Sodoma y Gomorra y las bananas. También está incluido Pokémon go: en fin, paseo de domingo




 

¡Ay los domingos! Que una sale a caminar sola, a reflexionar, a mezclase con la gente.... Gente y más gente. Gente rodeada de pompas de jabón.

Pues hoy salí con el objetivo de comprar bragas y verduras. Relación esta increíble a mis ojos. Entonces, mientras caminaba por la calle Cinco de Mayo, calle repleta de pompitas de jabón, encontré a una vidente.  La mujer, en una esquina gritaba: ¡leo la mano, leo la mano, vaticino el futuro! Casualmente, yo venía pensando en ello, en el futuro. Porque el futuro… mi futuro está un poco perdido. Yo supongo que está perdido y más ahora, porque he decido quitarme mi pulsera de la orientación. Y bueno… como ando sin saber cuál es la derecha y cuál la izquierda, pues la nebulosa espacial y emocional se bifurca, se transparenta, se vuelve papelito volador. Pues bien, que siento a la vidente gritar y gritar y me pregunto, ¿por qué no? Quizás ella tiene la respuesta.

Me acerco y sin más, con mi acento cubano mal educado le digo: Oye, ¿cuánto me cobras por leerme la mano? – Treinta pesos-  me responde. Lo pensé unos segundos. O sea... treinta pesos cuesta una cemita. Y la cemita me nutre, me alimenta, me llena. Pero también saber el futuro podría nutrirme, alimentarme, llenarme espiritualmente. Así que me lancé. Limpié mi mano (porque andaba tomando un helado) y esperé impaciente conocer mi destino (Tan tan taaaaan).

 La señora me acarició la mano con cierto erotismo. Creo que me ruboricé. Su vestido largo, ajustado, me simulaba más que era ella una “señorita de compañía” que otra cosa. Pero igual no juzgué. Se puede ser prostituta y leer la mano. No son dos cosas excluyentes. De hecho, las prostitutas, toman muchas manos y leen muchas manos… Quizás por eso me la acarició de esa forma, pensé. Y me sentí bien por esa señora tan versátil. Yo no tengo esa versatilidad. Yo sólo sé escribir (¿sé escribir?). Y maullar (¡Miauuuuuuuuuu!). Y reflexionar sobre cuestiones muy pero muy profundas (eso ya está más que claro…) Así que en silencio admiré a esa mujer señorita de compañía y vidente.

Al minuto de estarme acariciando y acariciando, cerró los ojos. Respiró profundo. Lanzó un suspiro. Y se quedó quieta, mirándome las líneas de la mano. Lo primero que me dijo fue que viviría mucho tiempo. Yo le respondí que lo dudaba. Porque fumo como desquiciada. Y porque siento que tengo muchas enfermedades. Y que bueno, que si no me moría de un enfisema o de cáncer, terminaba suicidándome. Ella abrió los ojos y exclamó. ¡No, no, no diga eso señorita! ¿De compañía?- pensé. Luego me dijo que en el plano profesional me iría muy bien. Que llegaría lejos, muy lejos (y yo, que ya llegué a Nueva Zelanda...), que ganaría mucho dinero y que sería independiente. ¡Oh, qué bien! ¿Podré tener una tina grande y darme años de leche y rosas?- pregunté riendo, pero creo que no entendió mi chiste. Luego vino la parte del amor. Sí, sí. ¡Dígame, qué me depara mi futuro amoroso! ¿Terminaré como señorita de compañía… o con una señorita de compañía?- pensé. La línea del amor dice que le depara una gran pasión y que esa pasión le acompañará por largo tiempo. ¿Y si no creo en la pasión? – pregunté. Pues crea o no, ese es su futuro. También hay alguien que la ama mas no expresa su sentir. Pídale a San Judas Tadeo que haga que se confiese. Así podrá vivir plenamente. ¿Y ese señor, Judas Tadeo, va a hablar con ese chico para que se confiese? – Pues sí, hable con él, récele y él hablará con el joven. – ¿Y si puedo hablar directamente con Dios? Porque mira, aunque no lo creas, yo tengo una conexión muy especial con Dios. Él me escucha. – No, no. Es con San Judas Tadeo, no con Dios.- ¿Pero si Dos está por encima de todos los demás? Debe aprender que cada santo responde a un problema. – O sea, que Dios es para asuntos más generales. Maldita burocracia divina… En fin, que continué escuchándola. Me dijo también que alguien me perseguía y que yo inconscientemente perseguía a alguien. Pensé en Pokémon go. Yo quiero perseguir a un pokémon. Quizás a eso se refería. Y el que me persigue a mí, puede ser… no sé… quizás un pokémon igual. Para finalizar me señaló que algo bueno me pasaría hoy. ¡Ehh! Eso me gustó. La felicidad en unas horas vendría a mí. Así que sonreí, le di las gracias y le entregué el dinero. Una cemita menos, pero ya conocía mi futuro. ¡Qué maravilla!

Continué caminando esperando una cosa buena. ¡Y sí que encontré una cosa buena! ¡Uvas a quince pesos el kilo cuando cuesta normalmente sesenta! Me di por satisfecha y continué mi camino. Como me quité mi pulsera de la orientación, pues me perdí y terminé en un mercado callejero, en una zona no muy buena, pero que por muy poco dinero puedes comprar muchas pero muchas cosas. Entre ellas, muchas pero muchas bananas. Y toda feliz, caminé sobre mis pasos para regresar a casa. Mas, andando y andando, algo comenzó a inquietarme. Las cartománticas, videntes, etc, no son amigas de Dios. Yo soy amiga de Dios. Como Dios es una estrella pop y se molesta con facilidad, temí que se molestara conmigo. Eso no puede ocurrir porque es con la persona que más hablo aquí. Temí. En mi miedo encontré una iglesia.

Estuvo bien. Pues llovía. Y la verdad no quería empaparme. Porque podría morir. Aunque la señorita de compañía y vidente me dijo que viviría muchos años… Pero bueno, ¿cuánto es mucho? Pensé en la teoría del montón. Todo es relativo, todo es relativo. ¡Noo!- grité y pasé a la iglesia con todas mis compras. Como siempre, silencio sepulcral. Aunque había bastante gente. Yo creo que las personas van a las iglesias, o los domingos, o cuando llueve. Es un buen lugar para guarecerse: tranquilo y gratis. Me quedé un rato en silencio, disculpándome con Dios por haberlo traicionado en nuestra amistad forever. Luego vi que también estaba ahí el señor Tadeo. ¡Qué bien! Lo saludé: Hola señor Judas Tadeo. Creo que no es casual que esté en la iglesia de nuestra señora de la soledad y que lo encuentre. Mire, una cartomántica me dijo que debía hablar con usted. Yo soy muy amiga de Dios, pero por razones burocráticas, creo que el asunto que me ocupa debo resolverlo con usted. Le  conté lo del joven que me ama en silencio. Y también de que alguien me perseguía y que yo perseguía a alguien inconscientemente. Le dije también que prensaba que era un Pokémon quien, y a quien, perseguía. Estuvo bien hablar con el Señor Tadeo. Él es amigo de Dios, así que supongo que no hay problema alguno. Luego me desconcentré porque alguien rezaba y sollozaba a mis espaldas. Y es que yo quería saber el por qué de su llanto. Pero en eso llegó el cura y comenzó la misa. ¡¡¡Una misa!!! ¡Qué bien! – pensé.

La monjita, una viejita bastante maltrecha la verdad, tocó la pianola y comenzó a cantar. Los demás igual cantaron. Yo no canté porque no me sé las rolas divinas. Pero bueno, Dios, la monjita maltrecha y el cura saben que lo apoyo desde mi silencio. Luego el cura nos habló sobre dios. Y repetía: El señor Dios, el señor Dios. Qué pena. Yo no le digo señor a Dios. Pero bueno, es mi amigo. Hay confianza. Luego se sentó porque el pobre estaba muy viejo (el cura, no el señor Dios), y la monjita maltrecha comenzó a leer pasajes de Sodoma y Gomorra. En ese punto me dio hambre. Pero quería escuchar lo que leía la monjita maltrecha. Es que yo amo el Génesis completo. Así que abrí mi bolsa y saqué una de mis maravillosas bananas. “Empezaba a anochecer cuando los dos ángeles llegaron Sodoma”- Anjá, anjá, exclamé mientras mordía mi banana. Y así fue avanzando, mientras yo, a la vez avanzaba con mi banana. Hasta que terminó y yo terminé también de comer.

Amén.

Las bragas, las bananas y Sodoma, linda relación, pensé. Hubiese deseado decirle esto al cura, o a la monjita maltrecha, pero estaban muy lejos y ya comenzaban los cánticos de nuevo. Así que se lo comenté al señor Tadeo. Porque todo en esta vida guarda relación. No es en vano que haya parado a que una vidente señorita de compañía me vaticinara el futuro, cuando me disponía a comprar bragas y bananas. Y tampoco es casual que luego haya encontrado muchas bananas en el mercado y que hubiese entrado a una iglesia donde leían esos pasajes y que hubiese comido una. Y tampoco es algo casual que quizás un pokémon me persiga y yo lo persiga y que el Señor Tadeo estuviera en esa iglesia y que la iglesia se llamara nuestra señora de la soledad y que el cura se sentara y que la monjita estuviera maltrecha y que fuera domingo. Todo, todo tiene relación. Así que imaginé la historia del cura y la monjta maltrecha. Y de cómo las bananas podrían estar implicadas. Y cómo seguramente la señorita de compañía vidente también visitaba esa iglesia. Y de que todo había sido un plan para que yo terminara ahí… comiendo una banana. Que es amarilla. Como uno de los pokémones. ¡Así que resuelto el misterio! ¡El pokémon al que persigo y que me persigue es ese Amarillo! ¡Gracias señor Tadeo!- exclamé y salí de la iglesia. Dejé la cáscara dentro para que los demás entendieran las conexiones celestiales que yo había establecido. Es decir, sé que es difícil llegar a estas conclusiones tan elevadas. Pero nadie sabe si un Holmes, experto en deducciones también pasara por ahí y comprendiera. Quién sabe si ese Holmes es el que debe decir que me ama y con esa muestra entiende lo que debe hacer. Y bien contenta, regresé a casa, directo a leer la Biblia, prender una vela y a descargar la app de Pokémon go.

Ese señor Tadeo es bien buena gente, la verdad.

En fin, gracias por leerme.

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