Archive for mayo 2016

Sobre los instantes y las cacerolas vacías



Es muy fácil justificarse  en el instante. Muy fácil. Facilísimo. Repetir – uno que se cree “intelectual” – lo que dice Bataille: “el instante es en el único momento en que podemos encontrarnos con nuestro ser auténtico”. Sí, ya les dije, facilísimo. Luego, es muy fácil – para el que es “menos” intelectual – repetir eso que tanto se lanza como correcaminos por las redes sociales: “la felicidad no son más que pequeños momentos. Vive el día a día”. Ya les digo, fácil. Muy fácil.

Cada vez que me levanto yo pienso en estas dos frases (cuando me levanto. No cuando despierto. Cuando despierto tengo hambre. Siempre. Y no puedo pensar). Y como estudiante aplicada que soy, pues lo aplico. Y me siento muy bien por ello. No tanto por la parte del instante, sino por tener la fuerza de voluntad para levantarme con la firme convicción de que voy a encontrar a mi ser auténtico y que eso lo lograré viviendo el día a día y que gracias a ello, para colmo, seré feliz. ¡Qué cosa esa, que un muerto y Facebook puedan darme consejos tan profundos! Entonces salgo decidida a, como fotógrafa, captar por ahí esos instantes súper exclusivos. El otro día mismo pude captar uno. Me comí un pedazo de pizza de peras, pasas y queso de cabra. ¡Qué instante! Y,literalmente, fue un instante, pues mis amigos se la devoraron entera antes de que yo pudiera volver más prolongado mi instante genial. Pero bueno, no importa, el instante, el instante. Un instante de cuatro mordidas. Otro instante que he apreciado es cada vez que boto la basura de casa. ¡Qué gran placer! Esperar a las ocho, a que pase el camión, recoger toda mi porquería, ponerla en una bolsa grande, o a veces en varias bolsitas pequeñas y dejarla ahí. Incluso, el instante es mejor, cuando no la saco a las ocho, sino a las tres o a las cuatro o a las cinco de la tarde. ¡Oh, Dios, qué momento! Todo se quiebra. Me vuelvo muy mala porque si uno saca la basura antes, pues puede llover y regarla y que vengan ratas y que la contaminen más y que luego venga un perro y se ponga a hurgar y coma de esa basura doblemente basura porque ya no sólo es la mía sino la de la rata y que luego el perro se intoxique y se muera.  ¡Qué locura, soy una asesina!

También es un buen instante cuando veo que no tengo platos sucios. Me paso dos horas fregando. Friega y friega. E incómoda porque para como no tengo espacio suficiente para poner todos los platos y los vasos y los tenedores.  Y ver que logré que todo quepa, que no se caiga, ver que no tengo nada sucio, hace que me encuentre con mi verdadero ser. Y además que se cumpla la parte de “vive el día a día”.  Más bien minuto a minuto, porque a los dos minutos, ya hay cosas sucias de nuevo. Entonces sí, como dice Facebook, vivo la vida minuto a minuto: lavo todo y luego vuelvo a ensuciar. Tengo una vida tan extrema… También es maravilloso el momento en que el perro de mis vecinos, los que les comenté que tienen sexo como dos cucarachas, ese perro que ladra y ladra y me molesta, se moja por la lluvia, o le cae ceniza volcánica, porque pienso que en ese momento debe estar sufriendo, como sufro yo cuando el hijo de su madre se pone a ladrar y a ladrar y a jugar con una botella y no me deja dormir, ni estudiar, ni leer. Ese es un instante maravilloso. Porque supongo que ese yo con tendencia mata  -perros que tengo, se puede desatar.

Entonces, cada vez que llego a mi casa, en la noche, y me voy a la cama, pues sonrío, sonrío mucho por haber logrado ser feliz día a día y me consuelo pensando en que encontré a mi verdadero ser. Porque el problema es que si me pongo a pensar en los instantes de verdad, en los instantes que me hacen levitar, en los instantes que me hacen soplar fuerte, hasta tumbar la casa de paja. En los instantes en que quiero morderme fuerte para ver si salgo de ese letargo de alegría. Si me pongo a pensar en el instante en que me estoy fumando mi último cigarro y no puedo salir a comprar más, o que le entrego mi alma al diablo del amor. Si pienso en el instante en que puedo acariciar y dejarme acariciar por los que quiero, que me toquen, que me miren y que luego están lejos, muy lejos. Si pienso en aquel negro mayordomo sin ojos, que me sonrió en un sueño para calmarme y que ya no vuelve… Si me pongo a pensar en esos instantes, a captarlos en mi día a día, primeramente esos momentos no serían diarios, serían semanales o mensuales, o anuales. Y entonces viene lo que ni el muerto de Bataille, ni Facebook dicen. Viene la caída ante los “no- instantes”, viene la nostalgia ante lo que fue y ya no es. Y entonces es cuando más me dura el gas, porque las cacerolas se quedan vacías. Muy vacías. Y el instante de la cacerola vacía, ese sí se vuelve eterno. Y también el instante de no poder levantarme de la cama por la tristeza. Y también el instante de sentir que se me estraga la panza por no comer. Y el instante de que duela el pecho, duela mucho. Y el instante de soportar. Y el de moverte en una banca como loca. Y el de reventarte los labios a pequeñas mordidas de desesperación.

Entonces es mejor pensar en esos otros instantes, el de la basura, el de la pizza, el del perro, que no implican más que una risita momentánea. Porque así, el dolor de la caída se pasa en el instante en que cualquiera te envía un mensaje y tú respondes y olvidas. Y todo está bien. Sigo siendo amiguita de Bataille y de Facebook, comparto las experiencias “maravillosas” que cada día vivo y contribuyo a que la humanidad sea muy, muy feliz creyéndose que el alcance del puto instante, es lo mejor que puede pasarle a uno.

En fin, gracias por leerme.

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El hombre sin ojos




Hoy he soñado con un hombre que no tenía ojos. Más bien le faltaba la mitad superior del rostro. En él, todo empezaba con la nariz. Era un negro, muy negro, vestido de mayordomo. Y mientras lo veía, ahí, parado frente a mí, tanto él como yo no dejábamos de sonreír. Sus dientes eran muy blancos y sus labios se curvaban de una manera feliz, tranquilizadora.

No es la primera vez que sueño con él, mas ahora sólo logro recordar éste. Al verlo, le decía que era un placer encontrarlo. Él no hacía más que continuar sonriendo. No sé por qué tengo la certeza de que ese mayordomo es una especie de persona que aparece en determinadas ocasiones en que ando mal. Sería algo así como especie de protección onírica.

Lo que me llama la atención es su falta de ojos. ¿Acaso no los tiene para así no juzgarme? ¿Acaso esto quiere decir que no debo enfocarme tanto en ciertas cosas? ¿Acaso significa que el mirar, el ver, el observar no significan nada si no se observa la totalidad y así poder tener un criterio más general? ¿Acaso será que sonreír, pero sonreír desde el intestino, no barrocamente, significa más que el mirar?

Yo, por si acaso, le compré rosas amarillas. A ver si vuelve a aparecer. Y también me puse a escuchar los Backstreet Boys. Esto no tiene mucho que ver, pero bueno, quería decirlo.

En fin, gracias por leerme.

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Hay que entrar en la lavadora


Hace una semana me fui a DF a encontrarme con una amiga. Entre cigarros, agua y galletas con mantequilla y sal, empezamos a ponernos al día, a ponernos a la semana, a ponernos al mes: los cuatro que no nos veíamos. Entre plática y plática hablamos de la vida, de las situaciones complicadas, del amor y los problemas del amor, etc, etc, etc. Mientras discutíamos muy acaloradamente (una catalana y una cubana… imaginen), ella me dijo una frase contundente: “es que, A, hay que entrar en la lavadora. Tienes que entrar en la lavadora”. Específicamente mi amiga se refería con esa frase maravillosa (frase que me suena a la Habana y que yo, habanera, no conocía) a la dinámica de la vida, dinámica turbia, dinámica compleja, dinámica de sinsabores que son deliciosos. Yo, la verdad, en lo primero que pensé fue en mí metida, dando vueltas dentro de una lavadora, con un montón de calzones, ropa sucia y espuma de detergente ligada con suavizante. Luego pensé en mi alergia y en cómo se me pondría la nariz de estar inmersa en una situación así. Ya me dieron hasta deseos de estornudar… Automáticamente respondí, ¡pero es que yo no quiero estar dentro de una lavadora! Y ella, muy cortante me respondió, allá tú.

Hoy, caminando por Juan de Palafox me puse a pensar en eso, en la lavadora. Y en si estoy o no metida dentro. Y entonces no sé por qué comencé a visualizar la primera vez que escribí una historia larga. Recuerdo la habitación de mis padres, recuerdo que escuchaba Nirvana, recuerdo que tenía los pelos rizos y una rasta largota. Y lo que más recuerdo es la libertad, la libertad con la que escribí aquel cuento (malísimo). Es que era el primero. Y era para mí. Sí, lo pasé a amigos, pero era para mí. Ya luego publiqué una historia, y luego otra y luego otra y la dinámica de edición, publicación, presentación, libros, se hizo bastante habitual. Entonces, en cierta medida, aunque continué (y continúo) escribiendo con las vísceras, algo cambió. Cierta presión. Cierta agitación. Cierta angustia por entrar. Por verme como otro, publicada en algún lugar. Lo mismo pasó con los estudios. Hubo una época en que leer era un placer. Era un orgasmo. Y más filosofía. Pero luego todo se convirtió en una maquinaria donde si no produces, no eres funcional. Y si no eres funcional, pues en mi caso, el CONACYT no me paga y no puedo cubrir ni mi renta. Por ahí mismo sigue la cuestión: si no pagas renta, si no tienes dinero, pues tampoco existes. No eres nadie. Y tampoco puede seguir produciendo como le gusta a las instituciones. Te excluyen del círculo, del círculo que se mueve y se mueve, con espuma y suavizante. Lo mismo ocurre con las relaciones (todas). Hay que sonreír, hay que aceptar, hay que dialogar, se quiera o no se quiera, te agrade o no te agrade. Porque en el diálogo es que se llega a ideas comunes y el hombre necesita tener ideas en común, dice cierto hermeneuta alemán. Pero ¿y si yo no quiero?

¿Y si no me importa?

Pues da igual


O quizás, lo más seguro es que yo diga que no me importe pero sí me importe. Porque sin intercambio no hay movimiento. Y a mí me gusta el movimiento: cuando bailo, cuando hago el amor, cuando hago ejercicios, incluso cuando leo, que mis ojos, en algún momento comienzan a moverse al ritmo del texto: izquierda, derecha, baja, izquierda, derecha, baja, bum bum bum. También ser madre (hoy que es su día), es entrar en ese movimiento. Porque eres madre y eres algo. Algo dentro de un grupo determinado que a muchos les gusta. Como también no-ser mamá te legitima dentro de otro grupo. El grupo de las no- mamás pero que también se mueve.

No sé si en otra época fue igual. No sé si Lord Byron también estaba dando vueltas así, aunque imagino que sí: porque en verdad no hemos cambiado mucho. En esencia no hemos cambiado mucho.

El punto es que, más que entrar en la lavadora, lo difícil es salir. Y de repente, doblando la esquina, estando más que consciente de eso, comencé a sentir el olor a detergente, el olor a suavizante, comencé a sentir mareos. Y sin más, la nariz se me irritó y comencé a estornudar. Y más aún cuando llegué a casa y tuve que prepararme para un examen, a pensar en cuatro ensayos que debo redactar, a pensar en la renta del mes que viene, a pensar en las pasiones, en las distancias forzadas, en tener que cocinar. La lavadora, la lavadora. No hay manera de salir de la lavadora.
En fin, gracias por leerme.

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