Archive for 2015

Cuando la era está pariendo un corazón y los sillones no se mueven igual



Me he levantado escuchando a Silvio. La misma canción una y otra vez. La era está pariendo un corazón. Pero lo que más repito y repito es la frase: debo dejar la casa y el sillón… y aunque la intención en la canción es otra, yo la descontextualizo y pienso en mi casa y pienso en mi sillón. Y pienso en cómo lo dejé y pienso en que ahora he regresado, unos días pero he regresado. Y he vuelto a pasar la madrugada entera, sentada, sola, en mi sillón, en el salón de mi casa, hasta las cuatro de la mañana, meciéndome y meciéndome como loca, tratando de entender dos cosas: los cambios de clima en la Habana y por qué, a pesar de que estoy ahora en el mismo lugar donde estuve veinticuatro años, siento que todo es diferente. A pesar de que vengo más seguido al Vedado, a pesar de que veo a los míos ahora más a menudo, siento que  todo cambia. Incluso el sillón no se mueve igual. Han puesto -  además – cortinas en mi habitación. Y han cambiado la lámpara. Y el ordenador no es el mismo y ya mis cosas no están por todos lados. Lo único que siento idéntico es mi cama. Como esa ninguna. Y es que siempre sobre ella, he pensado mucho. Es una cama que te incita a pensar. Debe ser porque es muy alta y me siento más cerca del techo, mi techo azul. Mi cielo.

Aquí, en la Habana, las personas siguen casi igual: al menos recibo el mismo amor, la misma entrega, los mismos deseos de compartir, de hablar, de hacer almuerzos lezamianos y diluirnos en sobremesas encantadoras. También la Habana, la Habana como esencia, sigue igual de húmeda, de caliente, de apasionada y de arisca a la vez. Por eso, cada vez que corre el aire, una brisita, uno se extasía, se excita. Porque uno debe disfrutar al máximo las caricias de la Habana, que te hacen  transpirar. Este viaje,  he sentido demasiadas caricias sobre mi cama, mi cama que incita a pensar. Y sobre ella he sido feliz, muy feliz. He sentido amor. Y brisa, mucha brisa.

Pero, a la misma vez, todo cambia, y sigue cambiando. Y de veras no puedo dejar de pensar en el sillón y que se mueve diferente. Significa que la casa entera es diferente y que yo también lo soy. Eso no quiere decir que los cambios no sean buenos.  Siempre cambiamos, nos transformamos. Ya lo dijo Heráclito cuando habló del río y del hombre. Pero no porque sean positivos los cambios, no por eso, uno puede amainar el miedo y el terror que provocan. Pues, ¿hacia dónde vamos cuando estamos cambiando? O al menos eso me pregunto yo, que como ando trepada en mi cama, no puedo dejar de pensar.

Supongo que este ataque reflexivo que me ha dado – ataques y ataques, siempre me dan ataques – es producto de que es domingo, los domingos , que para mí tienen  mucho pelo de gato y eso, esté donde esté, me persigue. También es que extraño a varias personas, personas que me esperan en mi otra casa, personas que no veo hace mucho, y personas que estaban aquí, conmigo, ahorita, y ya no están. Pero creo que lo fundamental es que la Habana tiene un efecto en mí, que siempre me confunde, me atolondra - aún  más. Y me pierde, entre caricias, humedad  e incertidumbre. Ya terminé un post, alguna vez, con esta misma idea. Pero no puedo evitar decirlo. No me lo puedo callar. La Habana, siempre, de alguna manera, me afecta.

En fin, gracias por leerme.

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Morirse de felicidad


Por comer una cemita deliciosa. Por levantarse temprano sin nada que hacer. Por quedar ahogada en la neblina de una sierra. Por sentir el mar. Por ser revolcada por una ola del Pacífico. Por descansar tumbada en una hamaca. Por encontrar a alguien querido. Por sentir amor. Y por hacer el amor. Y por gritarle al amor. Por encontrar un pueblo oscuro y deprimente, llamado Felicidad. Por estrenar un departamento. Por lo bonito que enciende una lámpara de hojalata. Por escuchar una canción que recuerda los diecisiete años. Por contar las horas. Por volverlas a contar. Por despertar sonriendo. Por despertar abrazada. Por despertar en cinco idiomas. Por tener un blog, un gato y a Monique. Por ver publicado un texto de una persona muy especial.  Por no haber ganado premios en dos meses. Por el sacrificio. Y lo que dan los sacrificios. Por el mundo, que da muchas vueltas. Por Julian Assange. Por Dios y las estrellas Pop. Por la lejanía placentera. Por tener una nevera nueva. Por encontrarte quinientos pesos. Por dormir con una playera negra. Por fumar cigarros cubanos. Por la ropa que se seca rápido. Por tener una ducha nueva. Por disfrutar el agua caliente. Por reírte en una boda ajena. Por cenar esta noche, en la cocina, con alguien muy especial. Por tener buenos pechos. Por los caballitos de madera. Por levantarse de buen humor.
Por no poder, a veces, contar las mejores cosas.
Por eso, por ocultar las mejores cosas.

En fin, gracias por leerme.


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Mentiras y más mentiras. Y un lobo.




 
Yo soy una mentirosa empedernida. Me encanta mentir. Me fascina. Me apasiona. Porque para mí mentir, no es malo. Mentir es simplemente, vivir en una realidad alternativa, diferente a la de la verdad. Y diferente no puede significar malo. Porque todos somos diferentes y entonces todos seríamos malos – respetando los silogismos aristotélicos.

Pensaba en esto porque ayer leía un libro extremadamente malo (y no por eso mentiroso), y me encontré con el poema del niño que anuncia, sólo por molestar a los del pueblo,  que viene el lobo, que viene el lobo, y el pueblo entero se moviliza. Entonces el día que viene el lobo de veras, nadie le cree y el animalito se come al niño. Yo soy también de esas que dice que se viene el lobo, que se viene, pero el lobo nunca se viene sobre mí. Lobo malo, que no le gusto para comerme…

Muchos me molesta y vienen a hacerme historias al estilo fábulas de Esopo, a ver si se me quita esta manía de “mentir”. Y me dicen que no es correcto. Y me dicen que las mentiras tienen patas cortas. Incluso hay quien me dice que como soy petite y tengo patas cortas, y la mentira tiene patas cortas, pues que me descubrirán. ¡Por mentirosa! (me lo dicen así, con ciña).  Pero nunca ocurre eso. Que me "descubran”. No ocurre porque, como siempre les digo a ellos y a ustedes, esta tarde nublada de domingo, yo no miento. Yo simplemente enriquezco, cambio y juego con la realidad. De otra manera sería muy aburrido todo. Tanto mi vida, como la de los demás. Y no digo que mis variaciones hagan las cosas más entretenidas. A lo mejor son igual de banales y monótonas, pero siempre enriquecen.

Mi otro argumento, en contra de la falacia del mentiroso, es que una mentira es una mentira cuando no la crees. ¿Pero qué pasa cuando incluso quien la dice la asimila? Eso me ocurre a mí. Yo ya no sé, en mi vida, cuáles son los elementos que la “enriquecieron” y los “reales”. En serio no lo sé, porque lo hago tanto que ya todo es parte de mí. Eso le decía al lobo de ayer, que también me llamó mentirosa porque voy por ahí diciendo que él es real. Ese, el lobo que se comió al niño y que no se vino encima de mí (qué lobo más malo, les repito). Entonces, a pesar de lo que digan todos, yo soy feliz así. O no soy feliz, también ando angustiada casi todos los días, pero esa angustia, puedo decir, que es una angustia enriquecida.

Lo malo de todo esto es que, a pesar de que yo entiendo cómo funcionan las mentiras conmigo, desgraciadamente no entiendo cómo funcionan con los demás. Y las detesto. Las detesto enormemente. Las mentiras, la falta de verdad, la incredulidad. Y cuando escucho que alguien mintió, ahí voy sobre esa persona y le digo mentiroso, y me mofo de él. Y si viene al caso, lo humillo delante de otros, para que vea lo que da estar mintiendo por ahí. Y le recomiendo fábulas y libros, donde el mentiroso acaba mal, acaba rechazado por la sociedad,  acaba siendo una burla (porque el mentiroso descubierto, es siempre objeto de burla).  ¡Escupimos tu rostro tres veces, mentiroso!

Quizás puede sonar hipócrita todo esto. O al menos eso dicen los que me conocen. Eso también me dice el lobo, o los lobos, que nunca se han venido sobre mí.

Lo único que puedo escribir a mi favor es que a mí me sale bien. Me sale bien con estrellitas y un pony rosado. Nada más. Supongo que eso suele ocurrirle a los gatos. Y a la gente que se llama Monique. Y es que no podemos vivir sin inventar historias. No podemos vivir sin gritar que viene el lobo.

En fin, gracias por leerme

 

 

 

 

 

 

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Sobre los atentados en París. Sobre los linchados en México. Sobre Dios. Sobre Julian Assange y sobre Kusturica. ¡Feliz martes!


Yo no quería escribir esta semana, debido a que todos hablan y hablan de los atentados en París. Y todos sufren por París. Y todos temen por París. Y todos aman París. Paris con macaron y profiterol.  También hablan de los pobres sirios. Y entonces, hay otro grupo que ahora,  teme por los sirios. Y sufre por los sirios. Y ama a los sirios. Eso sí, aún no se ha habilitado en Facebook la app para matizar tu foto de perfil con la bandera de Siria. Es que la pena por Siria, la expresamos en nuestro interior, en la privacidad de nuestro sensible, humano y caritativo corazón. Y el sentimiento por París, bueno, ese sí lo mostramos en la redes, en el exterior. Porque, obviamente, sentir por parís es chic. Lo curioso es que hace tres semanas, en un pueblito cercano a donde vivo, lincharon y quemaron vivos a dos encuestadores porque pensaban que eran roba niños. Y lo más curioso es que no fue el gobierno, no fueron los opositores, fue el mismísimo pueblo, pueblo desconfiado del extranjero, del desconocido, del gobierno, de las leyes, de la vida, y es por ello que toman las decisiones más radicales, afecten a quien afecten y tengan las consecuencias que tengan. Porque lo importante es que ellos, dentro de la comunidad, estén bien. Historias como éstas, terriblemente fascinantes para mí, porque van a la génesis del comportamiento humano, suceden todos los días en México y seguramente en un montón de lugares. Pero, como no hay bombas por medio y esas cositas súper chulas y tecnológicas para criticar en Facebook, como aquí solo hay fuego, gasolina, un pinche mexicano cogiendo candela y música de banda de fondo, obviamente, no clasifica para banderita de fondo en la foto de perfil, no para que nuestro corazón en la intimidad, sufra. ¡Que no es chic, ni hipster, la verdad! Y nada, olvidémonos de los linchados y los quemados, que no son realmente importantes…
Continúo
Como todos estaban sufriendo mucho (al menos en las redes), incluida yo, que tengo amigos importantes por toda la France (mi sufrimiento Chic), no quería arruinar el ambiente en las redes (al menos el ambiente de mi muro, que ahora todos me comparten tópicos sobre el tema), con mis profundísimas reflexiones dominicales, que afectan tanto a todo aquel que las lee. Es por ello que no escribí este domingo, por respeto a todo aquel que se vio afectado por los atentados…. Pero ya escribo hoy, porque el martes es un día cualquiera, así que está exonerado de rendir luto, o lo que sea… Y es que me siento mal si no escribo el post. Siento que mi integridad y mis principios morales se ven afectados, además que me desespera que me escriban preguntándome por qué no escribí. En serio, me desespera.
Tampoco podía evitar escribir  porque he pasado varios días reflexionando sobre algo muy importante para mí y que terminó en una pequeña discusión con mi esposo. Supongo, que ya es notorio que yo tengo cierta predilección por los temas bíblicos. Y por Dios. Porque Dios es pop. Y es mi amigo. Debido a mi delirio divino, siempre soñé con encontrar a la manifestación física y espiritual de mi amigo Dios súper pop, en el siglo XXI. Y el viernes pasado, montada en un autobús, del DF a mi casa, tuve la revelación.  Para mí, la manifestación de Dios en el siglo XXI es: Julian Assange. ¿A que acerté? Entonces vengo yo, a comentar mis reflexiones a mis amigos y ellos lo que hicieron fue burlarse de mí. No entiendo por qué. Siempre se ríen. Tengo un payaso dibujado en la mente. Y es que la vida de Assange ha sido como la vida de Dios: de estrella súper pop en el mundo que para nosotros es real ahora: el ciber mundo. Luce como Dios: con su melena larga  y rubia platino, porque su mirada es imperativa, porque decidió qué se dice y qué no se dice, porque quiere tomar represalia contra lo mal hecho, porque viene de Australia ( y obviamente, Dios tiene que venir de países como Australia o Nueva Zelanda), porque la sociedad lo adora, porque luego empezó a pedir que la gente se sacrificara por él, porque, incluso, en el declive de su éxito pop, seguimos adorándolo sin saber ya por qué, porque no sabemos dónde está y aun así se manifiesta y también, porque han hecho de su imagen, un negocio redondísimo. ¿Díganme si estoy equivocada? ¡Y es que hasta baila como bailaría Dios! Pero a mí nadie me hace caso. Y me sentía muy triste por esa omisión de mi prodigiosa mente por parte de la gente. Por eso me puse a platicar con el único que me hace caso. Y ¿qué fue lo que me dijo? Que yo estaba equivocada. Que en todo caso, si existe una representación física de Dios en el XXI, obviamente, sería Morgan Freeman. Yo, la verdad, no entiendo qué le pasa a mi esposo por la cabeza. Pura bobería hollywoodense.  Su argumento es que Dios es una voz y Morgan Freeman también es una voz. Argumento simple para algo de tal envergadura. Y por mucho que le dije que Freeman no luce como Dios, es decir, como una estrella pop, a él no le importó. Luego se lo comento a uno de mis roomies y ¡está de acuerdo con mi esposo! Claro, porque mi roomie no conoce a Julian Assange, ese es el problema y por mucho que quise contarle, pues se negó, y se quedó con la idea de que Morgan Freeman es mejor para ser Dios, que Assange. Yo decidí no discutir más con ellos, porque es en vano, yo, en la privacidad de mi corazón lo siento así. De hecho, me gustaría que la app de banderita de fondo de la foto de perfil, fuera una foto de ese hacker australiano. Pero, volvemos al asunto del principio. Al parecer Assange no es lo suficientemente chic. En fin, no sé. El punto es que esta reflexión me ha afectado mucho y espero que todos aquellos afectados por Paris, por Siria y todo el Medio Oriente, comprendan mi sufrimiento (sufrimiento sin bombas, pero sufrimiento al fin).
Y sobre Kusturica, lo que pasa es que vivo fascinada por la música de los Balcanes y he escrito todo esto escuchando el soundtrack de Arizona Dream. Eso es otra cosa, a nadie le importa qué ocurre en los Balcanes, tampoco hay banderita de fondo para ellos.
Y nada, esto es todo lo que tengo que contar. Esperemos que no haya más atentados, al menos esta semana, y que no quemen a más nadie, y que no se mueran de hambre tantos niños, que entiendan por qué Assange es Dios y sobre todo, que acabemos de comprender, que aunque suene horrible, todos somos crueles, todos somos vengativos. Pongamos banderitas o no, demos like o no, todos somos bestias. Yo misma, soy un gato. Hay que aprender a vivir con ello. Y cuando más, expiar las culpas rezándole a Dios. A Assange, en mi caso.

En fin, gracias por leerme.

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JUNIO


Yo sigo traumada con los meses. Octubre, Noviembre, Diciembre. No me gustan y punto. También he estado pensado en Junio. No me trae particularmente, pero hoy lo he amado. Debe ser porque en Junio, cumple años una niña (quasi adolescente ya) que quiero mucho. O porque el Junio pasado, me otorgaron esta beca, para estudiar filosofía. O porque fue el mes en que me abrí un septum en el medio de la nariz. O porque estaba, en Nueva Zelanda, pasando muchísimo frío y amaba cuando ponía la calefacción y me calentaba las piernas. O porque imaginaba la humedad que seguramente había en Cuba. O porque por esas fechas, es el festival de cine francés en el Vedado (no recuerdo bien…). O porque comencé a imaginar, cómo sería ese mes aquí, en Puebla. ¿Húmedo? ¿Seco? ¿Fresco? ¿Caliente? También porque, después de Junio viene Julio y me iba a la Habana. Y tenía deseos de ir a la Habana. De ver a la Habana. De saludar a la Habana. De decirle, ¡mala amiguita, Habana!
Quizás, la realidad de mis pensamientos sobre ese mes, sea porque acabo de ver una carpeta llamada así: JUNIO. Todo en mayúscula. Y pensé en una novela que se llamase así. Y pensé en la trama. Y pensé en cuántas páginas tendría. Y pensé en el polen. Y pensé en la humedad. Pero no puedo escribir una novela ahora. Ya llevo dos. Incompletas. Además, gracias a este último Junio tengo que estudiar, para el próximo Junio, tener por lo menos hecho, el primer capítulo de mi tesis. Entonces, cero novelitas por el momento. Y nada, que me quedaba el post. Mi querido post. Mi adorado post. Mi dominical post. Mi pilimpimpético post. Mi post convertido en eso. En junio. Un Junio precioso. Quiero hoy, vivir en ese mes.


En fin, gracias por leerme. 

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Menos octubre. Menos noviembre. Menos diciembre



Debe ser octubre. Y que casi viene noviembre. Y que luego viene diciembre. Y esos tres meses para mí son caóticos. Son duros. Porque me recuerdan al octubre y al noviembre y al diciembre de hace un año. Meses convulsos. Meses de cambios. O de recuerdos de cambios del octubre, del noviembre y del diciembre anterior. Una tríada complicada para mí. ¡Ay Pitágoras, qué has hecho conmigo! También el cambio de estación, por el cual esperé pasar ahora, se desvanece. Continúa el sol afuera. Radiando. Quemando. Tanto que me tiene con manchas. Con manchas en los brazos, que se extienden y se extienden y me manchan la mente. Por primera vez le he encontrado sentido al no manches mexicano, o al menos, un sentido para mí. Ese no manches ahora significa, no me manches más, sol, no me manches más, octubre, no me manches más, noviembre, no me manches más, diciembre.  Hasta me da risa mi reflexión. Es que ando profunda por estos días. Y por ende, ando angustiada. Ando con sed. Con sed de la Habana. Con sed de mar. Y andar así, manchada y con sed, hace que comience a decepcionarme de todo y de todos. Es un efecto extremadamente patético y superficial de gata mimada y con demasiado tiempo libre (tiempo físico, no intelectual), del cual no puedo escapar por más que quiera. Entonces comienza una picazón en la garganta que  no se me quita. Y comienzo a no pelear. Y eso es algo raro. Que yo no pelee. No peleo porque no tengo fuerzas, a no ser que me quede sin luz, o sin gas, como ando ahora. Ya les digo, que cuando las cosas dicen, ¡aquí vengo!, cargan con las maletas y vienen todas juntas. Si a eso se les puede llamar cosas importantes. Pero para mí, al menos esta semana, lo han sido.
Y nada, que estos siete días transcurrieron así. Entre estar sin luz, estudiando, leyendo sobre la necesidad que tiene el hombre de sacrificar para salvarse, de comer por ahí, de tomar mucho café, de tomar muchas cervezas, de esperar el huracán para al menos decirle, hola qué tal, yo soy cubana, ¡no me mates!, de conversar con mi sobrina, con mis hermanas, con mi madre, con mi esposo, con los chicos de casa, con mi amiga la perdida, tan perdida como yo… de escribir en trance. Y de volver a escribir. Y de nuevo a escribir: una reseña, unos cuentos, unas crónicas, un poema malísimo. De no tener ropa limpia. De no entender las actitudes humanas, y (una excelente noticia) de saber que recibiré veinte cajetillas de cigarrillos directamente de Cuba y con ellas, vendrá al menos un pedacito de ese mar, que me falta.
Yo supongo que estos traumas aparecen cuando a uno le va muy bien en la vida. Ya lo dijo Marx, no se puede pensar con el estómago vacío (para mí, que te vaya bien en la vida es sinónimo de que tengas mucha comida). Y como yo como tanto, me va muy bien y por ende, pienso mucho. La mayoría del tiempo, nada que valga la pena.
Espero realmente que la semana próxima sea mejor. O por lo menos, menos octubre, menos noviembre y menos diciembre.
Y así me despido, con un tra la la, que les alegre el domingo y que relaje el mío.

En fin, gracias por leerme.

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A mí nadie me cree que escalé un cerro




Eso es lo que ocurre cuando una es tan reacia a la naturaleza. Y a los animales. Y a la mística. Y a todo lo que no sea ciudad ciudadota, con humo, gente, asfalto y enajenación (eso dicen los más espiritualistas; para mí, la verdad, lo máximo).
Entonces…
Con mis compañeros de piso, todos hippies y felices de estar rodeados de natura, nos fuimos en la noche a una ecoaldea. En otro momento de mi vida, me hubiese negado rotundamente a ir. Pero como ahora soy mejor persona, y a todo digo que sí, pues dije sí. Y fui. La ecoaldea no está muy lejos de la ciudad. De hecho, en un bus ya llegamos al pueblo. Solo quedaba atravesarlo y luego adentrarse en la maleza. Con dos linternas, a las nueve de la noche. Con la hierba rozándonos las caderas. Y los mosquitos… bueno, ni hablar de los mosquitos. A mí, la verdad, no me molestó nada. Solo me abstraje. Pensé en los claros del bosque zambranianos y en la selva negra de Heidegger, o en el On the road, de Kerouac y me  sentí muy filósofa yo. Toda una pensadora en busca de inspiración en el medio de la nada. Claro, luego una mata me pinchó y me sacó de mi letargo intelectual, pero luego retorné.
Caminamos alrededor de cuarenta minutos, los cinco: el psicólogo tatuado, el ingeniero cazador, la encantadora chica de grelos y el otro que es músico, escalador, surfista, aprendiz de cómo armar motores (y todo lo que se pegue por ahí), y yo, el gato. ¡Miauuuu! Finalmente llegamos a la ecoaldea, que podría resumirse en dos casas. Una, donde vive el viejo Don Bernard y la otra, la nuestra, sin luz, sin baño, sin nada. Rodeada de maleza, de flores, de telarañas gigantes y de una lluvia feroz. Supongo que era la manera en que la naturaleza nos daba la bienvenida (ya les dije, andaba yo muy a lo Kerouac, Zambrano y Heidegger).  Allí nos sentamos. Con mucho trabajo halamos una vieja estufa. Lentamente, la llenamos de paja y de madera para calentar la comida. Eso fue otra cosa, la comida. Desde que salimos, yo estuve recalcando el hecho de que con un solo paquete de tostadas no alcanzaría para todos. Nadie me escuchó. Pero sobre eso hablaré después.  Prendimos la estufa, pusimos a calentar las sardinas e hicimos un té de esos mágicos, especiales, deliciosos. Luego de una larga plática a la luz de la luna (y de una lámpara intermitente), decidimos que era hora de cumplir el “ritual”: escalar el cerro. Entonces, mochila al hombro didjeridu a la mano y el té caliente en nuestros estómagos, salimos de casa. Debo confesar que una montaña es una novela. Con su inicio, su punto de giro, su crisis y su final, despejado, abierto. Una novela de esas donde uno sufre, uno piensa, uno reflexiona y al final, uno se encuentra con un final feliz. Algo que hace falta por estos días: finales felices. El inicio del cerro, podría asociarlo con el comienzo cruel y embustero de la novela. La tierra parecía tranquila, pero luego todo empezó a volverse fango sucio, fango provocado por el hombre, fango dañado. Y las botas comenzaron a estancarse ahí, por cada tres pasos que dábamos. La cruzada la dirigía el ingeniero cazador, que en sus ratos libres, se va a su pueblo a adentrarse en la maleza a cazar armadillos con un machete. Él, a la cabeza y con una caña que no sé ni dónde encontró, iba separándonos de la hierba mala, la venenosa, la que picaba, la que no quería que se entrara al lugar. Detrás venía el psicólogo tatuado, ese que sí se conoce bien el cerro porque él ya lo ha escalado. De hecho, él ayudó a construir la casa donde estábamos. Detrás venía la chica preciosa de grelos y su novio el músico, etc, etc, y al final yo, ahí medio perdida, entre el fango, los mosquitos y la novela de mi cabeza. Anduvimos por ese camino angosto y de repente, sin más, todo cambió. El fango se tornó hierba grande, muy grande, hierba que nos cubría, hierba que se movía a causa de la noche fresca. Y nos acariciaba. O al menos eso sentía yo a través de la chamarra. Yo sentía las caricias, las caricias de aquellas que querían enamorarme. Este es el punto donde los personajes se conocen, donde comienzan a hablar, donde aparece el otro. La otredad en general. Y cuando pensé que la situación no podía ser más erótica, llegamos al Edén. A nuestro Edén personal. Toda aquella maleza, toda aquella hierba que nos había ya acariciado, se tornó en flores. Flores pequeñas, que con la luz eran violetas y sin ella, blancas. Y las flores nos desaparecieron. Y las mariposas nocturnas revoloteaban, como diciendo “pasen, pasen”. El cerro se confiaba más de nosotros y nos invitaba a penetrarlo. A clavarle la caña en la tierra. El cerro que no es masculino. El cerro que es mujer porque se deja abrir, se deja penetrar. Se vuelve desconfiada y te embauca para saber qué quieres de él (ella) hasta que se relaja, se comienza a dilatar. Y las flores eran la demostración de esa dilatación. Todas abiertas, todas invitando a tocarlas, a profanarlas. En este punto ya yo alucinaba, y mi cabeza daba vueltas y se movía como las flores, como la hierba, como las mariposas. Para lo único que me detenía era para tomar fotos. Y era horrible la parada, porque estos chicos las detestan. No entienden que la memoria falla. No entiende que somos y nos somos, como dijo Heráclito, no comprenden que eso, lejos de ser una actitud “fresa”, es una bendición que trajo consigo la modernidad y que nos permite recordar para siempre. No entienden que una, a pesar de ser “fresa”, es filósofa, y no deja de reflexionar. Luego, sin previo aviso, las flores desaparecieron. Y comenzaron las piedras, las piedras grandes. Las piedras lisas, que fueron creciendo y creciendo, empinándose. Ya andábamos de subida. El ingeniero cazador de armadillos, a la cabeza, con su caña, tanteando el terreno, indicándonos y el psicólogo detrás, marcando el camino, los otros dos, disfrutando de la luz de la luna y yo, yo pensando en mi novela, mi novela romántica. En mi punto de giro. Donde entra un tercero, donde todo se complica, donde la protagonista se deprime. Donde sufre, donde llora, donde no sabe qué hacer. Donde se angustia. Donde solo quiere pensar. Y así, con trabajo, fuimos escalando, cada uno metido en el viaje. Mi reflexión solo se vio interrumpida por una torcedura de tobillo – típico en mí -que me hizo chillar como toda una becerra, pero lo interpreté como el dolor de ella, mi personaje sufriente. Mi Karenina. Mi Bovary, Mi Raquin. En una de esas encontramos una piedra gigante donde descansar. Y ahí nos sentamos. Prendimos un incienso, nos quedamos en silencio y el músico, escalador, surfista, aprendiz de cómo armar motores (y todo lo que se pegue por ahí), sacó el didjeridu y comenzó a tocar. Y desaparecí. Me volví naturaleza. Ya estábamos dentro. Ya éramos parte de ella. Ya nada molestaba, ni los mosquitos, ni las rocas, ni la maleza. Nada. Miré hacia al lado y vi los puntos. Vi la ciudad. Llena de luces. Pensé en cómo cambia todo. En cómo allá, en la ciudad, éramos ventanas. Existíamos. Pero aquí, aquí no existíamos, aquí éramos rocas, rocas que observan hacia la ciudad y ríen de saber que nadie sabe que estamos allá. Nadie sabe que pensamos. Que tenemos historias. Que tenemos cosas que decir. Que tenemos sangre que habla. Sangre que cuenta. Y en ese estado, de intimidad, de incognicidad, continuamos subiendo, entre las rocas, que cada vez se inclinaban más. Pero lo fantástico fue que en un momento, en que alumbramos, nos dimos cuenta de que esas rocas, esas “simples piedras” realmente eran todo aquello que yo pensaba. Eran Kareninas, Bovaries, Raquins… pues ese cerro, supuestamente intrascendente, eran las ruinas de una antigua ciudad. Y las rocas eran antiguas construcciones olvidadas, calladas. Y esa, en la que andábamos, se erigía como el sexo de una mujer, pintado de rojo. Era una diosa, estoy segura. Y todos la tocamos, para sentirla, conocerla. Saludarla y pedirle permiso por casi estar en la cima de su ciudad. A partir de ahí todo cambió de nuevo. El camino se tornó suave. Ya era casi el final. Era la reconciliación de esa que andaba trastocada con todos.
Hasta que llegamos a la cima. Y la ciudad se hizo inmensa ante nosotros. Lo único decepcionante fue que, obviamente, habían catolizado el cerro y allí, en la cima, subido en un pedestal, estaba el señor Jesús Cristo, mi rock super star. Todo manchado, sucio y lleno de graffities. Y como ya habíamos llegado hasta ese punto, pues que subimos las piedras sobre el cual estaba y allá, en la punta, sentimos el aire, y gritamos y reímos (y yo fumé como toda una loca, porque sin cigarros, el viaje no es viaje; obviamente, mi personaje fuma). Luego, con mucho trabajo, bajé del aposento de mi amiguito Cristo (aclaro, más amigo mío es Dios, porque Dios es pop), y me senté en la punta del cerro, a ver la ciudad. En eso me dieron un incienso, y cada uno lo puso en una esquina, para purificar el viaje y ofrecérselo a la Tierra. Pero como soy tan despistada, se me olvidó y me quedé con mi incienso ahí echándome humito yo misma. En fin, que me purifiqué. Luego vino la bajada, que fue como un tobogán. Bajé rodando, de piedra en piedra, diciendo adiós a todo. Adiós Cristo, adiós, hierba, rocas, fango… ¡chaolín! Entonces vino el punto final. El Fin total de mi novela, en que todos se reconcilian y todos son felices. Se acabó esa vida alternativa perfecta. Y lentamente llegamos a casa, donde nos esperaban las sardinas, con papas y champiñones. Y obviamente, como yo dije, ¡no alcanzaron las tostadas! Ahí se acabó el misticismo, Heidegger, Zambrano Kerouac y toda su familia. Porque con la comida, yo sí no juego. La comida es sagrada. Y a tres tostadas por persona, ¡que me quedo con hambre! Pero bueno, no me quejé (mucho) y al rato nos fuimos a dormir, rodeados de mosquitos y yo, con un dolor en el pie que me calaba el alma. Y ya ese dolor no era novelesco. Era un dolor feo. De ciudad.
Al otro día nos marchamos. Y el recorrido matutino fue tan lindo como el que hicimos en la noche. Salimos del campo, tomamos el autobús y llegamos a casa.
Este es el punto en que comencé a cabrearme. Porque todos empezaron a  reírse de mi viaje. De mi mística. Y más que nada, de que hubiese escalado un cerro. Nadie lo creía. Eso sí, cuando comenté lo de las tostadas, a nadie le cupo dudas de que me hubiese cabreado. Mala fama que tengo…
Por eso este post, es para al menos, documentarlo “escritorialmente”.
Ahora ando en un café, en la ciudad (si a Puebla se le puede llamar ciudad), tomando un bombocho, fumando y escuchando jazz, con dos chicas besándose a mi lado y ofreciéndome más cigarros. Y es que, para seguir con el estilo de la ecoaldea, nos han cortado la luz todo el fin de semana. Y me he quedado sin carga, sin redes. Sin nada. Y eso, como en el cerro, también implica no existir. Porque aunque tuve ese viaje, yo, Monique, pertenezco a la ciudad. Yo soy una ventana. Abierta, como las flores, pero una ventana.

En fin, gracias por leerme.

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