En una semana me voy a la Habana. Por un lado, estoy realmente
entusiasmada porque mi piel clama por humedad caribeña. Acá está tan seco el
clima que mis pómulos se están agrietando. También me entusiasma la idea de ver
a mis padres y a los amigos que allá continúan; siempre tienen tantas historias
que contar, entre gritos de exasperación o susurros para que los vecinos no
escuchen… Otro punto de mi contentura es que quizás iré al campo, a montar
caballo. Todos saben que yo, Monique,
odio el campo de una manera descomunal, pero, yo, Monique, sí amo a los
caballos y me he creído siempre una gran jinete. Por último, necesito dar
rienda suelta a los deseos ya desquiciantes que tengo de comer yuca, mezclado
con la necesidad de bailar descontroladamente durante un par de horas. La yuca
y el baile se mezclan y se pegan, por el mojo de ajo, el mojo caliente, el mojo
con limón o con naranja agria. Hay veces en que me encuentro con el espíritu de
Lezama encima y no dejo de pensar en mi variante de almuerzo lezamiano, con
congrís, con tostones rellenos, con carne de cerdo, con plátanos fritos, con
camarones empanizados, con camarones al ajillo, con ensalada, con suflé, con flan, con arroz con leche, con pudín, con
buñuelos, con la tan anhelada yuca. Y lo saboreo todo como si fuera real y en
esos momentos puedo entender por qué Virgilio Piñera escribió un cuento como La cena. Todo esto se dispara en mí,
cuando sé que en 168 horas estaré en mi primer hogar.
Sólo me preocupa algo de mi viaje: que ahora no hay
harina en Cuba. Es que a mí me gusta mucho el pan y más el de la bodega.
¡Ay, la Habana! Esta vez con yuca, pero sin pan.
¡Ay, la Habana! Esta vez con yuca, pero sin pan.
En fin, gracias por leerme.