El otoño pasado el corazón me latía rápido. Rapidísimo.
Además tenía unas medias rotas. Negras. Cada viernes,
o cada sábado, las usaba. Cuando regresaba a casa, las medias estaban aún más
rotas. Yo me divertía, los domingos en la tarde, en darle un sentido a las
figuras que se formaban a causa del deshilacho, a causa de la rotura. Se me rompen las medias, pero también se me
rompe el corazón – solía decirme a mí misma cuando miraba por la ventana y
las ruinas que ahí habían, me vomitaban un cielo nublado. También me ponía a
pensar en las distintas maneras en que le late el corazón a uno. A mí, todo el
otoño, como les dije, me latió muy fuerte. Pero el latido del viernes no era
igual al del sábado, ni el del sábado era igual al del domingo, ni el del
domingo era igual al del lunes. Señalo estos días porque son los importantes.
De martes a jueves, las horas y los latidos se vuelven parte de una masa
homogénea difícil de personalizar. Viernes porque todo acaba, sábado – domingo
porque es el equivalente a andar varado en un aeropuerto, en tierra de nadie.
Lunes porque todo comienza de nuevo. El resto del tiempo da igual. Como también
dan igual el resto de los latidos.
El otoño pasado México comenzó a penetrarme. Me
endulzó los labios lentamente, se aprovechó de mi marcado snobismo, de mi desinterés
por muchas cosas, y me enamoró. O al menos me enamoró lo suficiente para que el
corazón me latiera rápido. O al menos me enamoró lo suficiente para querer devorármelo
entero. O al menos me enamoró lo suficiente para hacerme creer que estaba muy
enamorada. México y el otoño se llevan muy bien.
El otoño pasado fumaba como loca. El humo, el corazón acelerado, el cielo
vomitado y el enamoramiento eran sinónimos. No podía haber una cosa si no había
la otra. También recuerdo que leía a Bataille y en sus desvaríos creé una
especie de sociedad secreta, de cofradía, la cual sólo conocía e integré yo y
mis lecturas.
De un viernes a un lunes del otoño pasado, nos
quedamos en mi antigua casa sin agua, sin gas y sin luz. Entonces estudié en un café durante
horas y horas. Casi desde que abría hasta que cerraba. La rabia me consumía por
ese incidente, pero al final creo que eso sirvió como excusa para enamorarme
más, para desvariar más con México y su sabor a bebida dulce.
El otoño pasado fue el inicio de una serie de
transformaciones en mí. Transformaciones radicales, feas, duras, tristes,
cansadas, decepcionantes, perdidas, desequilibradas. Encantadoras.
A lo mejor ando pensando en ello hoy porque,
precisamente, este domingo el viento cambió. Silbó como mismo lo hizo hace un año.
Silbido que no olvido. Que por mucho que quiera, no olvido. Y entonces, a pesar
de que ahora no fumo tanto como solía hacerlo, ni utilizo las medias de la
misma manera, a pesar de que me he vuelto un poco inmune a la bebida dulce que me
enamoró, a pesar de todo, el corazón, así de la anda, me latió rápido, muy
rápido.
Me latió tan duro que tuve que recostarme.
Me latió tan
duro que me nubló la vista.
En fin, gracias por leerme
qué linda publicación. te agarró la nostalgia por ese pasado no tan pasado. puedo imaginar por dónde anda tu cabeza.