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La pobre historia de Yanpier, en el Aeropuerto Internacional de la Habana



I
  Resulta que a las tres de la tarde del lunes pasado, llegué yo a la Habana. Me fui a La Habana, porque mi marcada hipocondriaquez ya necesitaba una buena racha de médicos buenos (y gratis). Como llevaba demasiado equipaje, era necesario que fuera directo a la “pesa”, donde me dirían cuánto tendría que pagar por todo. En casi cualquier lugar del mundo, ese es un proceso (si se llegara a realizar) rápido y sin ninguna complicación. Pero en Cuba no. En Cuba, de entrada, hay que invertir una hora mínimo para ese proceso, cruzando los dedos todo el tiempo para que a la Aduana no le dé por comenzar a abrirte el equipaje y a quitarte cosas. Es toda una experiencia, ir a la pesa en el Aeropuerto Internacional José Martí. Pero bueno, no hay problema. Ya eso lo sabía, estaba preparada. Lo que no sabía era el enredo que se le iba a formar a Yanpier.

II
  Cuando llegamos, el único vuelo en toda la sala era el nuestro. Bien, poca gente. Pasé todos los filtros habituales y, después de lograr agarrar un carrito para mi equipaje, me fui a la pesa. Habían cuatro personas delante de mí: tres muchachos que venían juntos de España y entonces tenían mucho equipaje porque habían nacido tres niños en la familia y  entonces uno de los tres se había casado con una española y recién habían tenido un chama y entonces recogieron todo lo que al chama ya no le servía y entonces lo iban a regalar a la familia y entonces si no le servía a los chamas recién nacidos lo podrían vender porque eran cosas buenas, coas de marca, cosas del Corte Inglés y entonces por eso habían ido a la pesa, y una señora que no le dio tiempo contarme de donde venía porque fue la primera de la cola. Detrás de mí, había una negrona, relativamente joven que también venía de México y su profe, una señora mayor ya. La negrona y su profe fueron por algún evento deportivo. Me recordaron los tiempos en que estudié en una Institución deportiva (sí, porque Monique, alguna vez, fingió ser gimnasta). La negrona y su profe estaban ma-ra-vi-lla-das por cómo en México les vendieron tres carteras por doscientos pesos, unas carteras buenísimas, de piel de cocodrilo, pero claro de imitación, pero lo importante es que se veían súper buenas. También estaban hablando de la ropita bonita que la negrona le compró a su niña, ropa a la moda, porque su niña está bien linda. Yo, que estaba conversando con ellas, les dije, mire qué casualidad, los de adelante también trajeron ropa para unos niños que nacieron. Entonces todos se pusieron a conversar de la “ropa pa los chamas”. Como ya la conversación giraba demasiado en torno a niños, le pedí a la negrona y a su profe, que me cuidaran mi equipaje porque yo estaba enferma y necesitaba sentarme. Ahí la conversación de niños paró y la negrona bien buena onda me preguntó qué me pasaba. Ahí ya me sentí realizada. Les conté que no sabía qué tenía, que no paraba de vomitar y de tener dolores intensos en el abdomen. Que me habían dicho que tenía una gastritis muy aguda pero que ya yo sentía que tenía una úlcera. Los tres muchachos que venían de España, se compadecieron de mí, al igual que la negrona y su profe. Me dijeron que sí mi vida, ve a sentarte tranquilita que nosotros te avisamos cuando te toque.
  Fui a sentarme.
  En todo este rollo, llegó un vuelo de Rusia, donde a todo el mundo lo mandaron a revisión porque supuestamente sus equipajes estaban llenos de contrabando de ropa para vender en Cuba. Como las sillas estaban en esa parte de la cola, me puse a conversar con un señor que efectivamente, su sobrina le había pagado el pasaje a Moscú, para que trajera mercancía de allá y de paso diera el paseíto. El pobre señor me contaba con pesar, que en su condición, mucho no había tenido tiempo de conocer, pero que su prima por lo menos lo llevó a comer a restaurantes muy bonitos. El problema es que el señor era inválido y estaba en silla de ruedas. Además tenía como ochenta años. Luego, la sobrina me contó, ya molesta, que ella había pensado estratégicamente, en llevarse a su tío porque como estaba viejo e inválido, seguro en la Aduana no los molestaban tanto, pero que mira esto, al final los mandaron a revisión , de nada sirvió el viejo en silla de ruedas. A ver qué pasaba….
  En eso, la señora mayor me llamó porque ya me tocaba. ¡Qué felicidad! Máximo, en una hora, estaría con mi mamá y mi mejor amiga, contándoles todas mis historias chinas y también todas mis enfermedades. Entonces, se fue el sistema en el aeropuerto entero.

III
  Que se vaya el sistema en el aeropuerto, significa que se cayó la red. Y si se cae la red, la pesa no funciona, ni tampoco los equipos de revisión. Y ahí, en ese instante, nos dijeron, hay que esperar…. indefinidamente. La gente se empezó a poner loca.
  Pasadas dos horas, ahí seguíamos. Ya el aeropuerto estaba lleno. Un vuelo de Francia también había llegado y también estaba atrapado, como nosotros (porque la pesa…) Pero esos franceses estaban de lo más contentos, maravillados por llegar a la isla paradisíaca, cuando de repente, se siente un grito: ¡Camilaaaaaa, llama al jefe por tu vidaaaa, yaaa yaaaa, dejen eso yaaaa! Dos aduaneros, porque uno decía sí y el otro decía no, se comenzaron a pelear de una manera espantosa, justo delante de todos los franceses fascinados por llegar al paraíso. ¡Camilaaa camilaaaa, camilaaa, llama al jefe! Pero el jefe no llegaba. ¿Por qué? Porque andaba intentando hablar con Yanpier.

IV
  Yanpier es el único informático en todo el aeropuerto. Es un muchachito que no pasa de los veinte años. Blanco como un papel y con la cara llena de granos. Desde que se fue el sistema, el jefe y todas las personas que estaban esperando, comenzaron a “sofocar” a Yanpier. Venía el jefe y le gritaba. Yanpier, ¿ya se arregló? No jefe, todavía. Y ahí todo el mundo brincaba: no jodas Yanpier, qué pasa, Yanpier, oye tú no le sabes a esto, Yanpier, se te van a reventar los granos de la cara, Yanpier…. Cada vez que Yanpier revisaba la pesa, una avalancha de chistecitos mezclados con gritos del jefe, caían sobre el pobre Yanpier, que ya estaba rojo. Hasta que no pudo más y reventó. Ahí fue que nos enteramos que él era el único informático en todo el aeropuerto, pero lejos de causar lástima, comenzaron molestarlo más, hasta que Yanpier soltó un último grito de desesperación y se encerró con llave en su oficina. El jefe fue a ver si Yanpier le abría la puerta (¡Yanpier, abre la puerta, Yanpier! Nada. Yanpier estaba tranca’o como un caracol. Entonces, el jefe mandó a llamar a la psicóloga del aeropuerto, a ver si Yanpier quería conversar con ella, pero nada. La psicóloga le tocó la puerta y le dijo, Yanpier, abre por favor, mira que tengo a tu mamá al teléfono. Eso fue suficiente para que el aeropuerto entero se viniera abajo de la risa. Al final, Yanpier abrió y entraron el jefe, la psicóloga y la llamada de su mamá. Y en eso, la pelea afuera. Aparte, la sobrina del señor en silla de ruedas discutía con otra aduanera, porque a su tío le estaba bajando la presión y que necesitaban que la dejaran salir para comprarle un juguito al viejo. Pero el viejo a mí me dijo que él se sentía bien, que era una estrategia para que ella saliera y le dejara a la persona que los estaba esperando afuera, todas las cosas que traía escondida debajo de la ropa, en los bolsillos, etc.
  Dos horas después (ya cuatro en total), los dos aduaneros, que ya se habían reconciliado, informaron que…. ¡Yanpier, había solucionado el problema! Yanpier salió. Pero las burlas siguieron y todo el mundo empezó: vaya, vaya Yanpier, ¿ya hablaste con tu mamá? ¿Ya diste “pie con bola”? Y Yanpier se volvió a encabronar. Entonces, el jefe le dijo que le daba el resto del día libre para que se relajara. O sea, iban a dejar el aeropuerto sin informático. Pero no importa, Yanpier se lo merecía. Necesitaba ver a su madre.
  Como yo era la primera, pasé rápido a la pesa. Le dije a la muchacha aduanera que por favor, que terminara rápido conmigo porque yo tenía una úlcera casi mortífera, que posiblemente ya fuese cáncer, y que ya necesitaba ingerir alimento y mis medicamentos, o podía sufrir un desmayo. La muchacha de la aduana se compadeció de mí, como la negrona, su profe y los tres muchachos. Me dejó salir rápido. Dije adiós a todos.
  Pasando la puerta, el golpe de calor, la humedad rizándome el cabello, el olor a cigarro popular, el ocaso todo bonito. Ya eran las siete y media de la noche. Agarré mis cosas y muerta de la risa, comencé a caminar hasta encontrar un taxi que me llevara a mi casa. Con mi mamá. Como Yanpier, con la suya.
  A mí nunca se me olvida que soy cubana. Y cuando voy a Cuba, menos que menos se me olvida que lo soy. Esa mezcla insólita de enojo, desesperación, cinismo, calor y ataque de risa, esa mezcla que se da al mismo tiempo, no gradual, no una primero y otra después, sino al mismo tiempo, sólo la he sentido allá.

 En fin, gracias por leerme.

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