Hace una semana me fui a DF a encontrarme con una
amiga. Entre cigarros, agua y galletas con mantequilla y sal, empezamos a
ponernos al día, a ponernos a la semana, a ponernos al mes: los cuatro que no
nos veíamos. Entre plática y plática hablamos de la vida, de las situaciones
complicadas, del amor y los problemas del amor, etc, etc, etc. Mientras
discutíamos muy acaloradamente (una catalana y una cubana… imaginen), ella me
dijo una frase contundente: “es que, A, hay que entrar en la lavadora. Tienes
que entrar en la lavadora”. Específicamente mi amiga se refería con esa frase
maravillosa (frase que me suena a la Habana y que yo, habanera, no conocía) a
la dinámica de la vida, dinámica turbia, dinámica compleja, dinámica de
sinsabores que son deliciosos. Yo, la verdad, en lo primero que pensé fue en mí
metida, dando vueltas dentro de una lavadora, con un montón de calzones, ropa
sucia y espuma de detergente ligada con suavizante. Luego pensé en mi alergia y
en cómo se me pondría la nariz de estar inmersa en una situación así. Ya me dieron
hasta deseos de estornudar… Automáticamente respondí, ¡pero es que yo no quiero
estar dentro de una lavadora! Y ella, muy cortante me respondió, allá tú.
Hoy, caminando por Juan de Palafox me puse a pensar en
eso, en la lavadora. Y en si estoy o no metida dentro. Y entonces no sé por qué
comencé a visualizar la primera vez que escribí una historia larga. Recuerdo la
habitación de mis padres, recuerdo que escuchaba Nirvana, recuerdo que tenía
los pelos rizos y una rasta largota. Y lo que más recuerdo es la libertad, la
libertad con la que escribí aquel cuento (malísimo). Es que era el primero. Y
era para mí. Sí, lo pasé a amigos, pero era para mí. Ya luego publiqué una
historia, y luego otra y luego otra y la dinámica de edición, publicación, presentación,
libros, se hizo bastante habitual. Entonces, en cierta medida, aunque continué
(y continúo) escribiendo con las vísceras, algo cambió. Cierta presión. Cierta
agitación. Cierta angustia por entrar. Por verme como otro, publicada en algún
lugar. Lo mismo pasó con los estudios. Hubo una época en que leer era un
placer. Era un orgasmo. Y más filosofía. Pero luego todo se convirtió en una
maquinaria donde si no produces, no eres funcional. Y si no eres funcional,
pues en mi caso, el CONACYT no me paga y no puedo cubrir ni mi renta. Por ahí
mismo sigue la cuestión: si no pagas renta, si no tienes dinero, pues tampoco
existes. No eres nadie. Y tampoco puede seguir produciendo como le gusta a las instituciones.
Te excluyen del círculo, del círculo que se mueve y se mueve, con espuma y
suavizante. Lo mismo ocurre con las relaciones (todas). Hay que sonreír, hay
que aceptar, hay que dialogar, se quiera o no se quiera, te agrade o no te
agrade. Porque en el diálogo es que se llega a ideas comunes y el hombre
necesita tener ideas en común, dice cierto hermeneuta alemán. Pero ¿y si yo no
quiero?
O quizás, lo más seguro es que yo diga que no me
importe pero sí me importe. Porque sin intercambio no hay movimiento. Y a mí me
gusta el movimiento: cuando bailo, cuando hago el amor, cuando hago ejercicios,
incluso cuando leo, que mis ojos, en algún momento comienzan a moverse al ritmo
del texto: izquierda, derecha, baja, izquierda, derecha, baja, bum bum bum. También
ser madre (hoy que es su día), es entrar en ese movimiento. Porque eres madre y
eres algo. Algo dentro de un grupo determinado que a muchos les gusta. Como también
no-ser mamá te legitima dentro de otro grupo. El grupo de las no- mamás pero
que también se mueve.
No sé si en otra época fue igual. No sé si Lord Byron también
estaba dando vueltas así, aunque imagino que sí: porque en verdad no hemos
cambiado mucho. En esencia no hemos cambiado mucho.
El punto es que, más que entrar en la lavadora, lo difícil
es salir. Y de repente, doblando la esquina, estando más que consciente de eso,
comencé a sentir el olor a detergente, el olor a suavizante, comencé a sentir
mareos. Y sin más, la nariz se me irritó y comencé a estornudar. Y más aún
cuando llegué a casa y tuve que prepararme para un examen, a pensar en cuatro
ensayos que debo redactar, a pensar en la renta del mes que viene, a pensar en
las pasiones, en las distancias forzadas, en tener que cocinar. La lavadora, la
lavadora. No hay manera de salir de la lavadora.
En fin, gracias por leerme.