La verdad es que yo no sé si me reconozco como cubana.
O sea, es muy divertido (más que otra cosa), contraponerte a los demás cuando
vives fuera de tu país de origen. Es entretenido ver cómo las personas, digan
lo que digan, estamos marcados por costumbres, por hábitos, que la mayoría de
las veces se cifran por tu contorno específico. La circunstancia de Ortega y
Gasset, esa que tanto cito porque me cae bien, se pone una vez más de
manifiesto. Entonces, ser extranjero siempre hace que todas las diferencias se
resalten más, se agudicen más. Y a su vez, ese efecto hace que muchas veces el
extranjero se sienta como elefante en urna de cristal. Diferente. ¿Qué es lo
que hace que esto se pase por alto? Pues
que todos salimos de ese señor llamado Adán y de su mujer malcriada (supongo).
En esencia somos iguales, igualitísimos, pero cuando nos insertan en las
circunstancias, uyyy, ahí sí que cambiamos. Nos transformamos. Vuelvo al
inicio, yo no sé si me reconozco totalmente como cubana. Más bien me gusta
decir que soy una ciudadana del mundo, como una vez me dijo una amiguita
catalana. Me considero ciudadana del mundo no sólo porque ya haya dado algunas
vueltas. Eso es lo de menos. Más bien ese sentimiento aflora en mí desde que
soy niña. Porque todo aquel que tiene un mundo interior muy rico, todo aquel
que crea historias y se las llega a creer hasta confundirse, no puede
pertenecer a ningún lugar. O por lo menos no puede pertenecer permanentemente a
ningún lugar. En ese extranjerismo, a lo Camus, vivo yo habitualmente.
No obstante hay hechos que indiscutiblemente hacen que
uno salga un poco de su “mundo” particular, y caiga de cabeza en ese moldeado
por la circunstancia.
He pensado en esto porque hace unos días, andaba yo,
como gato con seis patas, haciendo papeles y papeles para irme a España por
cuestiones académicas. Y a pesar de tener todos los requisitos, a pesar de
pasar dos días en colas y colas, a pesar de que ya fui y regresé de España y de
otros países más, a pesar de que incluso vivo en el segundo país ideal para un
cubano (por el hecho de que puedo cruzar la frontera e irme al país “feroz y
brutal”), a pesar de todo, me dijeron que no. Eso lo pasé por alto, la verdad.
Fue darme la negativa y olvidarlo tras una comida enorme en un bufet chino. Pero
luego, conversando con otros amigos – cubanos – con un historial de negativas bien
extenso, todo este asunto comenzó, digamos, a inquietarme. Comencé a recordar
todas los “denegados”, que he vivido a través de otros. Otros cubanos y otros
no cubanos. Y la diferencia que pude encontrar entre los cubanos y los no-
cubanos fue la siguiente: una fractura enorme en el ego, en el orgullo. Porque,
los lamentos por no poder ver a un ser querido en otro lugar, por no poder
conocer, etc., ese es igual en todas partes. Lo particular con los cubanos
siempre es que hagas lo que hagas, tengas lo que tengas, la respuesta, en casi
todos los casos, será NO. Y cuando a uno, sin pensarlo, sin analizarlo, sin
tomar en cuenta una serie de factores, sin tener en cuenta nada más que no sea
la nacionalidad, le dicen NO, pues se siente como niño a quien le niegan algo
sin explicación. Si bien esto es soportable durante un período determinado,
vivirlo toda la vida, causa que una pregunta se repita y se repita: ¿por qué
razón NO? Respuestas hay muchas: el bloqueo, o que somos posibles emigrantes, o
que no tenemos casi nunca los recursos suficientes. Mas ese tipo de respuestas
ya se vedan tras una vida entera de NO, NO y NO. Y es que en nuestro país
vivimos bajo ese lema. NO es posible hacer eso. No es posible hacer lo otro. NO,
NO y NO. Entonces ya ese hecho tan normal que es recibir una negativa, se
vuelve en los cubanos, una especie rencor, de impotencia ante no poder entender
por qué NO. ¿Qué hay en mí para que la respuesta que siempre deba esperar sea
negativa? Ese mismo hecho, supongo, es el que hace que nuestro orgullo propio
se acreciente, que nuestro ego se extralimite. Porque tanta negación de cosas
hace que se piense más sobre uno mismo, sobre sus virtudes, sobre lo bueno que
habita en uno. Entonces, a pesar de que sabemos de antemano la respuesta a casi
todas nuestras peticiones, a pesar de que estamos acostumbrados, esa parte narcisista
se crece aún más y entra en conflicto. Por eso la frustración, que ligada a
todas las demás que son generales para todos, se torna insoportable.
Obstinante. Reflexionando sobre esto, no podía dejar de visualizarme (o
visualizarnos a todos los de la isla), como en un filme romántico, de esos que
se ven los sábados en la noche. Donde todo parece ir bien, donde el
protagonista se esfuerza sobrehumanamente, pero al final, lo rechazan y uno se
queda preguntándose por qué. Digo película de sábado en la noche porque los
domingos corresponde ver comedias, o románticas con final feliz, que alegran la
tarde, que provocan una satisfacción interna por los logros del otro, que dan
las fuerzas para el lunes comenzar de nuevo.
Creo que esa es la razón por la que todas las
instituciones, que son las que más niegan, están cerradas los domingos. Es una
estrategia gubernamental de respeto hacia el domingo, porque ese es el día en
que se puede tener esperanzas de que las cosas cambien, de que haya final
feliz. De esa forma, se puede descansar bien el séptimo día de la semana y así
tener un mejor rendimiento en la sociedad, que aparentemente, debe ser feliz.
Debe estar llena de esperanzas.
En fin, gracias por leerme.
Esto ha hecho que sienta que la sangre me hierve. Muy acertado tu análisis. Es una maldición. Por eso nos quedamos y hacemos lo que hacemos... Saludos.
Alguno he conocido que tenía el NO por delante de todo, se levantaba todos los días y algunas veces lo cambiaba incluso por el 'buenos días'