Mi querido amigo cubano carioca: ya te cuento por qué afirmé ante Dios haber matado a alguien


  Ante Dios uno no miente. O por lo menos yo no miento. Cuando más me justifico. Pero mentir, jamás. Entonces la semana pasada, cuando repasábamos los Diez Mandamientos confesé.
Luego mi amiguito mitad cubano, mitad carioca me hiciste saber que matar a un mosquito no se traduce en asesinato. Quizás tengas  razón… aunque no sé… hay que ver qué diría mi amiguito vegano en torno al tema. Responde tú, amigo amante de los animales y no de las lechugas, ¿acaso matar a un mosquito puede ser tomado como asesinato?
Para contar un asesinato necesito escuchar Du riechst so gut. Supongo que es porque cuando uno mata debe tener a su alrededor: 1- alguien hablando alemán. 2- un caballo. 3- un baile típico de la corte. 4- un lobo. 5- una máscara. Y esta canción tiene: 1- a alguien hablando alemán. 2- un caballo. 3- un baile  típico de la corte. 4- un lobo y 5- máscaras.
O por lo menos cuando yo asesino a alguien (sea o no un mosquito), necesito esos elementos. El alemán porque te muerde el corazón. El caballo porque hace falta huir sobre cuatro patas coordinadas. El baile típico de la corte, porque matar es danzar. Un lobo porque los lobos siempre mienten. Y máscaras, porque impiden que puedas respirar con tranquilidad. Y el asesinato es compatible con la falta de aire.
No recuerdo muy bien la razón por la cual maté. Pero a veces esas cuestiones son las menos relevantes. Cuando uno mata lo hace como si se comiera una olla entera de caldo de pollo. Por pura hambre, puro deseo. Pura necesidad. Y yo siempre he tenido la necesidad de comer caldo de pollo. Y de matar.
Entonces lo traje a mi casa. Le brindé almuerzo. Comimos. Luego le brindé un trago de ron cubano. Y otro y otro. Él se zafó un poco el cinturón y se acomodó en el sofá. Yo fumé un cigarro. Él no. Se dedicaba a sacarse la comida de entre los dientes con un palillo. Luego platicamos. Me dijo que le dolía la cabeza. Le dije que el dolor de cabeza era sinónimo de querer desaparecer. Me dijo que él quería desaparear. Le dije que podía ayudarlo con eso. Entonces fui a la cocina, agarré un martillo, agarré un clavo, me dijo que no no, eso no,  pero igual se lo clavé entre los ojos. Del primer golpe no penetró completo, pero al segundo, el clavo quedó completamente dentro. Silencio, hubo silencio. El caballo, mi compañero, no relinchó ni una vez. Ya muerto pensé en darle una utilidad. Así que  escribí en su frente el nombre de alguien a quien también quiero matar pero que no he tenido la oportunidad. Puse en el ordenador una foto de esa persona. Busqué más clavos y me encomendé a los dioses para hacer mi brujería. Clavé los clavos en cada una de las partes donde quería hacerle daño a esa otra persona que aún anda por ahí en las calles e invoqué con todas mis fuerzas que todo el dolor que no podía provocarle a ese cuerpo ya muerto, se le traspasara a él. Cuando me cansé de clavarlo llamé a mi amiguita mexicana y le pedí que me ayudara a mover a aquella mole de carne y clavos. Mi amiguita mexicana me apoya siempre. Ella estudia la risa. Ella estudia la muerte, así que puede comprender lo que significa matar. Entre las dos cargamos el cuerpo y lo tiramos debajo del calentador de agua, que está en un pequeño patio que tengo en el depa. Como nadie viene a visitarme. Y como a nadie le interesa ir a una casa a apreciar lo bellos que son los calentadores, el cuerpo se quedó ahí, hasta que comenzó a oler feo. Como no me gustan los malos olores, volví a llamar a mi amiguita mexicana, metimos el cuerpo en bolsas negras (típico). Luego le pusimos nylon para envolver. Llamamos un uber, lo metimos en la cajuela. Fuimos por allí, cerca del Atoyac. Y ahí lo dejamos. Como esto ocurrió en México ni el taxista preguntó, ni la pareja que iba cerca del río preguntó. Ni siquiera se inmutó la chica que tomaba fotos al río con el objetivo de hacer un documental sobre los cuerpos lanzados al río.
Y nada, que regresamos a casa en otro uber. Me cercioré que hubiese cerrado el viaje. Vi que costó setenta y dos pesos. Subimos a casa. Nos preparamos un café. Y fumamos.
Y eso fue todo, amiguito cubano carioca. No hubo mucho sobresalto, la verdad.
Creo que Dios no se afectó por este hecho porque Dios sabe que hay personas que deben vivir. Que hay personas que deben sufrir. Y que hay otras que simplemente son el vehículo para lograr un fin. En este caso, a quien maté fue útil para que otro que sí merece sufrir, pues por lo menos sintiese dolor. Esas personas que nos son útiles como medio para obtener otra cosa, deberían ser más aprovechadas. Yo veo que hay muchas por ahí, sin brindar el servicio para lo que fueron creadas. Entonces te exhorto a que las busques. Te exhorto a que contribuyas a que finalmente puedan cumplir su objetivo en la tierra.
Tú tranquilo. No te pasará nada hagas lo que hagas. Siempre y cuando tengas un caballo en el que te puedas subir, un lobo que te enseñe a mentir y blog donde poder contar lo que quieras sin responsabilizarte de nada. Mientras tengas esas cosas todo estará bien. Además, Dios estará contigo.

En fin, gracias por leerme.  

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4 Responses to Mi querido amigo cubano carioca: ya te cuento por qué afirmé ante Dios haber matado a alguien

  1. Anónimo says:

    Te justificas para contar tus pecados, porque de tí espero eso y más. Eres una morbosa. Deja de estar jugando con Dios.

  2. Anónimo says:

    Ay Monique!Tan tú cada palabra...

  3. Javier says:

    Unicornia mia, te absuelvo de culpas por tu homicidio. Hay cosas superiores, una de esas es tener el don de la originalidad y la desfachatez, y de eso si eres más que culpable. Creo que Dios y yo estamos de acuerdo en que debes incursionar en el envenamiento, la cremación de cuerpos o el canibalismo, tu talento se impondrá al seguro. Te queremos mucho, pero mucho, loca nuestra.

  4. Anónimo says:

    Me encantas. Toda tu y sobre todo tu mente.

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